¿Quién era en 1951 Jacobo Zabludovsky? Era El Güero de la Merced. Nadie sabía su nombre completo, pues era difícil de pronunciar. Muchos optaron por sólo decirle Jacobo y otros, los más allegados, El Güero, por su pelo rubio y ojos azules.
Nos conocimos en la oficina de Telesistema Mexicano, ubicada en el edificio de la Lotería Nacional y a partir de ahí nació una relación, no sólo de trabajo, sino de verdadera amistad.
Tenía un carácter alegre y su agilidad mental era incomparable. El gozaba hacerme enojar por cualquier cosa: se mofaba de mis errores, producto de mi poca experiencia apenas salida de la escuela de comercio.
Un día, en aquellos primeros años, en una discusión juguetona me tomó por la cintura y me subió a un archivero y por más que le gritaba que me bajara, él se moría de la risa, junto con los que allí estaban.
Muchas veces me han solicitado escribir sobre aquello que me ha hecho sentir más feliz y lo hice con facilidad. Un paisaje, un país, ese campo nevado que parece no tener nada y que tanto esconde, dos aves volando buscando un sitio mejor, un paisaje determinado … ¡Me gusta escribir y sobre todo expresar lo que siento!
Pero ahora es diferente, pues quiero mandarle algunas palabras, donde quiera que esté, a un hombre al que he querido y quiero. Con el que he pasado la mayor parte de mi vida en toda clase de momentos, buenos y malos, como debe ser. Un hombre que mereció y se ganó todo mi respeto y admiración siquiera sin intentarlo, porque conmigo fue como creo que jamás se portó con los demás.
Jacobo Zabludovsky fue mucho más que un periodista y lo que saben de él, porque siempre guardó para sí esa parte que todos escondemos para sentirnos por siempre propietarios del pedazo más importante de nosotros mismos. Y ese pedazo de él es el que me gustaría expresar aquí con todo respeto porque me lo transmitió a lo largo de tantos años como pasamos juntos en los momentos más difíciles para él.
Todavía siento en mí aquel día en que salió en el periódico Excelsior 18 jul 2007 y en toda una plana un tremendo letrero diciendo “¿Qué hubiera sido de Jacobo sin su Lupita?“: entré en su oficina con el periódico en la mano y mirándole a los ojos quedamos por un instante fijos uno en otro sin pestañear, a mí me faltaba nada para que mis lágrimas corrieran por mis mejillas. Creo que se dio cuenta y me salvó dándome el más dulce de los abrazos que jamás he tenido. Se me hizo muy corto, pero en realidad fue muy largo. Sólo recuerdo que al separarnos, dijo en esa forma tan característica que tenía de decir lo que sentía muy por dentro: “¡Ay, Lupita!”.
Muy diferente a cuando fui con él la primera vez que nos vimos, yo solicitando trabajo y él convirtiéndose en mi jefe. Ninguno de los dos sabía ni se imaginaba en ese entonces que nacería entre nosotros uno de esos lazos que nada ni nadie puede romper.
“Me cayó muy bien desde el primer momento”, fue mi primer pensamiento cuando salí de su oficina con tanta energía y alegría que hubiese construido otro planeta yo solita. Esa noche me costó dormir, pero al día siguiente ya estaba con él como si llevase trabajando a su servicio años enteros. Sólo tardamos unos días en darnos los dos cuenta que éramos muy similares en algunos aspectos y que podía confiar en mí cien por ciento, cosa de la que siempre se quejó conmigo refiriéndose a determinadas personas con las que trataba, de todos los niveles.
Jacobo fue para mí un hombre muy inteligente, hábil y constante en sus decisiones y tareas. En algunas cosas era demasiado obsesivo, mientras que otras las dejaba de lado, pero siempre sabía por qué y entonces yo las hacía sin que él supiese, teniéndolas listas para cuando regresase a su obsesión perfeccionista. Y así, cuando me decía: “Lupita, ¿te acuerdas de aquello que …? ¡Creo que lo vamos a tener que hacer!”. Y era en ese momento cuando yo respondía con mucho orgullo y una ligera sonrisa sarcástica: “¡Ya lo tengo listo!”. Siempre pensé que él ya sabía cuál sería mi contestación, porque llegamos a entendernos como muchas personas deberían hacerlo, he pensado muchas veces.
El empezó de la nada, podría decir, y poco a poco fue desarrollándose, (no diré subiendo porque esa expresión no me gusta), hasta lograr un entendimiento y profundidad absolutas de todo lo que le rodeaba.
Recuerdo un día en que yo iba por una de las calles de La Ciudadela en el DF en hora de trabajo. El me había dicho que saldría un momento “para estirar los pensamientos”, como sólo a mí casi me susurraba y desaparecía seguido del guardaespaldas que le habían puesto en contra de su voluntad.
Pero ese día lo vi solo desde la otra banqueta, caminando como el que por primera vez está disfrutando de los alrededores respirando el aire “más puro del planeta”. Me angustié terriblemente y casi corrí al otro lado de la calle tras él hasta que lo alcancé y le pregunté: “¿Pero güerito, qué haces por aquí paseando y sin guardaespaldas? ¿adónde vas, a Televisa?”.
Con toda la calma del mundo me dijo que había podido deshacerse del guardaespaldas (parecía estar de acuerdo para decirle cuando deseaba estar realmente solo). Luego soltó con toda tranquilidad: “¿Percibes como yo lo hago esta ciudad, sus rincones, la gente, su vivir y hasta el ruido? A veces quisiera tener un programa donde contar todas estas cosas … pero eso … no es posible”.
En silencio seguí caminando junto a él. En su rostro vi felicidad, paz, mucha tranquilidad, algo que no tenía cuando estábamos en la oficina. Estoy segura de que él no se dio cuenta de lo preocupada y por instantes hasta triste que yo caminaba junto a él. Pero aquel fue un pequeño paseo que jamás olvidaré. Entramos juntos a Televisa y nuestras mentes creo que cambiaron automáticas metiendo la tecla para bajar otro programa de software mecanizado.
Es curioso, porque un hombre como él, con tantas cosas de valor en su interior que muchos quisieran tener, en ocasiones me llamaba a su despacho y ahí, solos y sin ser molestados por nadie, me pedía consejo de algunas cosas que yo veía claras en mi mente. Le decía lo que pensaba con tal sencillez y naturalidad que ambos estábamos de acuerdo y en la misma frecuencia de lo que le convenía y eso a mí me hacía sentir grandiosa, todavía no sé por qué.
En otras ocasiones en que me llamaba a su despacho era para contarme lo que estaba haciendo, pero lo hacía mezclando el orgullo de un niño que se siente mayor relatando sus posibles triunfos y el aplomo de una persona madura a la que le es difícil contar ciertas cosas a los seres con los que más trata y que son muy cercanos a su sistema de vida diaria.
Yo también le contaba lo que andaba planeando pidiéndole siempre su opinión. A todas luces se le veía orgulloso de mí y eso me daba un montón de la energía que necesitaba para continuar.
Muchos quisieron escribir sus memorias, pero mi sorpresa fue cuando ya en España leí en su columna Bucareli de El Universal los tres primeros artículos que él denominó “Borrador de mis Memorias”. El tercero que leí y que fue el último que publicó en su columna Bucareli, de él transcribo sus últimas frases: “… algunos domingos en los tenderetes de libros viejos de la Lagunilla, mi papá nos compraba traducidas del ruso y del idish al español, obras que él había leído en el idioma original durante sus tiempos juveniles de viajante de librerías y editoriales. Leer era nuestra diversión principal”.
Cuando nos despedimos … ¡no quiero recordar aquel día tan conmovedor, pero debo hacerlo!
Yo empecé a tener problemas en mis ojos y el oftalmólogo me dijo que debía salir de la Ciudad de México. Debía buscar un sitio más limpio. Todo tiene un precio, hasta el saludo que a diario damos a quienes conocemos. Así que comencé a preparar mi salida.
Jacobo y yo hablamos mucho del asunto y fue un hombre muy comprensivo. Sé que me quería mucho. Los dos nos queríamos. Me dijo que me fuese a España, pero era tanta tristeza la que arrastré con esta obligación que duró mucho, demasiado, la decisión final.
Y entonces, cuando nos despedimos aquel día, el más triste de los que conozco en mi existencia, lloré en sus brazos y a solas en su despacho. No me quería separar de su abrazo. Era muy fuerte por su parte, como si no me quisiera dejar ir.
Cuando supe que falleció … lo siento, debo dejar aquí mi relato, no puedo más. Güerito, donde quiera que estés, estoy contigo.