El origen de los omnipresentes y centelleantes árboles de Navidad se remonta a una costumbre que ya se practicaba en el norte de Europa mucho antes del nacimiento de Cristo. Con la intención de propiciar el retoño de las plantas y la victoria de la luz sobre las tinieblas, los antiguos germanos usaban ramas verdes en los ritos tradicionales y adornaban árboles de pino —o de cualquier otra hoja perenne— con objetos brillantes y velas encendidas, alrededor de los cuales la gente terminaba cantando y bailando. Esta cultura consideraba que el mundo, al igual que todos los astros, pendían de la rama de un árbol gigantesco —el divino Yggdrasil—, al que rendía culto cada año durante el solsticio de invierno, que era cuando se gestaba la renovación de la vida.
Según la leyenda, el obispo y mártir inglés San Bonifacio (680–754) llegó como misionero evangelizador a lo que hoy es Alemania y, para demostrar la superioridad de su fe, cortó de raíz un encino sagrado en la ciudad de Geismar, donde los habitantes acostumbraban depositar sus ofrendas y hacer sacrificios cada año. Los nativos, indignados por tal atrevimiento, quisieron lincharlo, pero San Bonifacio no sólo logró calmarlos con su elocuencia, sino que los convenció de la llegada del hijo de Dios para salvar a los fieles y de que era necesario desterrar a otras deidades. La turba lo ayudó a plantar un pino en el mismo lugar donde estaba el encino sagrado y, a partir de entonces, se adornó el árbol cada año, como símbolo del nacimiento del Mesías.
El árbol de Navidad comenzó a difundirse fuera de Alemania en el siglo xviii y, curiosamente, fue llevado a América del Norte antes que a Escandinavia o Francia.
En Inglaterra se popularizó —con todo y que los textos de Charles Dickens lo desdeñaban— gracias al príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria. Alberto, que era originario de Alemania, quiso tener un recuerdo de su tierra y, por ello, en 1840 ordenó instalar un enorme árbol de Navidad en el castillo de Windsor. El ejemplo fue adoptado rápidamente por el pueblo británico y de ahí se difundió a lo largo del Imperio.
A México, el árbol navideño llegó durante el brevísimo reinado de Maximiliano de Habsburgo (1864-1867). Cuando éste fue fusilado, se desprestigiaron las costumbres fomentadas por el emperador y su corte, así que el pueblo dejó de decorar árboles en Navidad hasta que, en 1878, Miguel Negrete —rival de Porfirio Díaz— adornó un enorme árbol de forma tan espectacular, que le valió mención en varios diarios de la época. La población adoptó paulatinamente este uso —sobre todo en las zonas urbanas—, que alcanzó su auge a partir de los años 50, cuando la mercadotecnia estadounidense influyó a las grandes masas por medio del cine y la televisión.
Actualmente en casi todas las ciudades del país —en plazas públicas y en los centros comerciales— se colocan árboles navideños que parecen competir en tamaño y espectacularidad. Dos de los más célebres son el de la Macroplaza de Monterrey y el que se sitúa en la esquina de Liverpool Insurgentes, en la ciudad de México, que, por cierto, fue el primero que se montó con esas características.