Hay apuestas que, en realidad, uno no quiere ganar. Después de un intenso año de recorrido periodístico a través de Estados Unidos, mi pronóstico sobre las pasadas elecciones presidenciales difería mucho de la opinión mayoritaria. Para mí estaba claro que Trump podía llegar a la Casa Blanca, y así lo hizo. Y con ello gané una botella de whiskey Bourbon.
Amigo y enemigo
Ahora, dos años después, los estadounidenses vuelven a las urnas. Aunque los candidatos a elegir serán los diputados aspirantes a ambas cámaras del Parlamento, y no el presidente, en el mundo político del Estados Unidos de Trump no hay nada que no tenga que ver con él. Trump agitó intensamente la campaña electoral y endureció su agenda de trabajo dividiendo el mundo entre amigos y enemigos. En esa tónica, ha mandado más soldados a la frontera con México, que los que Washington tiene estacionados en Irak.
En realidad, Trump se la hace fácil a sus contradictores con su estilo tosco y agresivo y sus constantes exageraciones y mentiras. Pero los atacados contestan a casi todo ataque del presidente. Gracias a eso, Trump mantiene su omnipresencia en los medios y evita que los demócratas se concentren en sus propios temas y candidatos. La ofuscación por cada trino de Trump le quita las energías a sus contradictores, que deberían mejor invertir en respaldar a las figuras que buscan evitar un segundo período presidencial de Trump.
Esto es particularmente peligroso en un sistema bipartidista que polariza desde el principio, porque no está supeditado a formar coaliciones de Gobierno que obliguen a hacer compromisos. Es muy perjudicial para las democracias que los partidos cultiven una enemistad tal, que ya ni siquiera se escuche al adversario, y no que no se reconozca que también el oponente político puede tener razón.
No hay debate por el mejor argumento
El problema más duradero que Donald Trump le heredará a su país es la destrucción de la capacidad de debatir con argumentos. Los debates impulsados por Trump giran en torno a creencias. El legado del maestro de Twitter es que la gente quiere creer lo que él diga. Quieren creer que con él su país recuperará la presunta grandeza perdida. Que un presidente fuerte puede enfrentar el desafío de este mundo globalizado, y resolver los problemas.
Creer no es saber. Los hechos y la distinción entre la verdad y la mentira parecen perder su significado. Esta es la amarga realidad después de un año de campaña de Trump y dos años de su presidencia. Cuando los usuarios de Facebook o Fox News ya no crean lo que lean y escuchan, y hasta el más fanático se convenza de que Trump miente, eso no va a tener mayores consecuencias. Las evidencias habrán perdido su valor. Ese es el verdadero problema de Estados Unidos.
Cuando la búsqueda de la verdad y el significado de los hechos ya no importen, cuando las mentiras se descarten como delitos triviales, la formación de una opinión democrática ya no será posible. Eso no solo significa que la base de la comprensión del Estado y la democracia habrá sido socavada, sino que los autócratas podrán tomar el poder, y lo mantendrán por largo tiempo.