La cita fue convenida para mayo de 1887 en París. Toma y Tinka se unirían en matrimonio. Una boda aprobada por los padres de ambos y por ellos mismos, pues desde siempre los unía un lazo inexplicable fortalecido en el transcurso de los años. Compartían aventuras de niños y gozaban con los viajes que, como buenos gitanos, realizaban sus padres con la tribu, siempre en busca de cambios interminables.
Nunca fueron a la escuela, pero sus conocimientos del mundo los obtuvieron de sus padres y estos a su vez de los suyos. Ambos estaban aptos para emprender una vida matrimonial y continuar sus tradiciones transmitidas de padres a hijos sin mediación alguna de escritos. Ella, con 14 años de edad, ya sabía los secretos de la cocina, de la costura y el arte de la adivinación, y otro más complejo aún, el de mantener una relación siempre armónica basada en la obediencia.
Tinka soñaba con el momento en que el jefe de su tribu, que en este caso era el padre de Toma, pusiera en una bandeja el pan, la sal y el vino, la acercara a los dos y recitara: “Igual que el pan, la sal y el vino se mezclan, igual se mezcla esta pareja y que no se separe“. Posteriormente haría un hueco en el pan, donde vertería un poco de sal y vino para luego tomar con sus dedos parte de aquella composición y darla a probar a los contrayentes.
Luego la bandeja sería llevada junto con la bandera roja de su tribu, hacia los demás invitados para compartir el pan, la sal y el vino mezclados. Después de esta ceremonia privada y familiar, formarían parte del rito masivo que el Rey de los Gitanos celebraría ahí mismo en París. ¡Cuánta emoción albergaba el corazón de Tinka! Toma por su parte contaba ya con 17 años. Experto en el oficio de hacer calderos de cobre, era un hombre fuerte y rudo, enseñado por su padre a resolver todos y cada uno de los problemas que se le presentaran, como: reparar las ruedas de su carreta, herrar a los caballos, empacar una y otra vez todas las pertenencias de la familia, desde el samovar, heredado por generaciones atrás, hasta los colchones y “perinas”, junto a los cobertores esponjados de plumas de pecho de ganso.
También el conocimiento más preciado, el de tener la intuición necesaria para conducir a la tribu a los lugares más adecuados y allí establecerse por un determinado tiempo, mismo que ellos ajustarían de acuerdo a las necesidades de su corazón aventurero.
Toma anhelaba que llegara el momento de compartir su lecho con Tinka, quien se convertiría en otra hija más de su madre, la que, aunque joven aún, tendría ya el derecho de delegar en su nuera la mayor parte de sus quehaceres, siguiendo la tradición que durante siglos ha guiado a los gitanos. Sentía felicidad de pensar en el momento en que compartirían el mismo techo con sus padres, a los que respetaba y amaba. Hacía poco tiempo que un hermano de Toma formaba ya parte de otro hogar, pero como él era el menor, se quedaría siempre al lado de sus padres con el deber intransferible de cuidarlos hasta la muerte. Tal veneración a los ancianos formaba parte de una de las reglas no escritas de los gitanos y castigada si no era cumplida.
Toma, al igual que el resto de su tribu, era amante de la libertad. Ningún espacio cerrado le era agradable. El sol, la luna, el viento, la lluvia, la oscuridad, el infinito, todo era gozado por su espíritu sin ataduras, sin medición del tiempo, ni de la distancia. Y aunque para él la vida sólo existía en el “ahora”, se permitía el júbilo de observar vestida de novia a su prometida: con su traje de organza blanca con volantes en mangas y cuello y con una falda plegada de quince metros, salpicada de lentejuelas. La imaginaba viniendo hacia él, virgen, pura, bella y libre, brillando por los destellos de luz que chocaban jugando con sus collares y pulseras de oro.
A ella le inquietaba un poco la llegada del día en que celebrarían una ceremonia muy especial. Nadie le había dicho en qué consistía, porque estaba prohibido mencionarlo, pero en vísperas de su boda ella sería el centro de la misma y la responsable de que todos los participantes salieran llenos de gozo y orgullo. Y, ¿qué decir del sentir de la novia? Para ella significaría un momento de gloria. La ceremonia de comprobación de la virginidad se convertiría en el acto más importante de su soltería.
Pero acontecimientos extraños pondrían en riesgo en parte tanto sueño y felicidad. Entre 1844 y 1856 hubo un profundo cambio en la condición de los gitanos en Europa: la abolición de la esclavitud, principalmente de los rumanos y como consecuencia una oleada de migraciones a través de Europa y hasta América, primero en masa y después lentamente abarcando varias décadas hasta 1887. Todo lo que se oía del lejano continente, acabó impactando a Toma. ¡El también iría a América con su esposa!
Pero la oportunidad llegó antes de tiempo. Dos barcos partirían hacia el Nuevo Continente unos meses antes de su tan esperada boda. Debía tomar una decisión. Por un lado tenía el inmenso deseo de ir a América, instigado por su espíritu aventurero. Del otro lado hervía la ilusión que mantuviera durante largos años, la de hacer a Tinka su esposa en una ceremonia en que el Rey de los Gitanos daría su aprobación. No descartaba la posibilidad del rapto. Era válido entre su tribu. Pero existía una promesa. El incumplimiento a la palabra dada entre gitanos era pecado grave.
El peso de sus tradiciones, el código moral y sobre todo el amor, le hicieron tomar la decisión: primero se casaría con Tinka y luego, juntos, esperarían la siguiente oportunidad para dejar Europa y conocer las maravillas que ofrecía América. Y como no hay plazo que no se cumpla: la boda se realizó en París en la fecha concertada y con las ilusiones realizadas. De Toma y Tinka salieron nuevas generaciones que al final crearon cuatro diferentes tribus más, las cuales se asentaron por períodos en diversos lugares del norte y sur de América. Y en todos ellos, la historia de amor de Toma y Tinka fue repitiéndose interminablemente como pieza vital de la maquinaria gitana que nunca muere.