Vanidad se regocijaba cuando me contó que un nuevo tipo de mujer hizo su aparición en la segunda década del siglo veinte, pues olvidó sus características líneas curvas para ocultarlas bajo los cortes rectos que la convirtieron en la juvenil y fresca dama de los veinte.
Moda, por su parte, agregó que la moda de aquella época giró en torno a formas geométricas.
Las faldas y blusas se convirtieron en rectángulos, como salidas de una pintura de Leger, mientras que los estampados o tejidos parecían cuadros de Mondrian o Klimt aplicados a los vestidos femeninos diseñados por madame Schiaparelli y otros que siguieron su corriente.
Los bordados, aplicaciones, pliegues y alforzas llegaron a romper un poco la monotonía de los cortes rectos, sin hacer a un lado la moda casual, con menos restricciones en el uso de vestidos para determinado horario u ocasión. Había más libertad, tanta que las prendas características de hombre fueron tomadas por la moda femenina: el estilo unisex se empezaba a gestar allá por 1927. Y, me entero por Vanidad, que fue en Inglaterra donde los grupos juveniles comenzaron a unificar cada vez más su apariencia.
Moda tomó de nuevo la palabra para decir: “Hubo una época en que los diseñadores de moda dictaban e imponían sus creaciones, pero después de la Primera Guerra Mundial el cambio hacia lo práctico y cómodo fue la exigencia de la clase media, la que poco a poco se iba convirtiendo en mayoría.
Muchos de los famosos diseñadores que alcanzaron su auge en 1910 cerraron sus puertas por no ir a tono con el llamado de la sociedad; en cambio, surgieron al mismo tiempo otros como madame Schiaparelli, quien introdujo la moda para la clase media trabajadora”
El reconocimiento hacia la clase media hizo que las fibras textiles sintéticas se convirtieran por esa época en lo máximo para la moda, pues con la misma apariencia se podían adquirir los trajes a un precio ínfimo, comparados a los de fibras naturales.
En la difusión masiva de la moda a partir de los años veinte intervinieron eficazmente dos elementos: el correo y la cinematografía. Gracias al servicio postal, los habitantes de las más remotas aldeas o haciendas podían enterarse del ritmo mundial de la moda, y no sólo eso, sino que por el mismo medio obtenían la ropa que deseaban. Moda recordó que los catálogos de moda para venta por correo comenzaron a publicarse en 1872, logrando su verdadero éxito a principios del siglo XX.
“No te imaginas -intervino Vanidad- la impaciencia con la que los habitantes de lugares apartados de la ciudad, esperaban los catálogos que en determinada forma los trasladaban como por encanto al mundo de la gran metrópoli con sólo hojearlos“.
Moda volvió a comentarme: “También por aquellos años los diseñadores de modas tuvieron a su servicio un nuevo medio de promoción: el cine. Las actrices se convirtieron en las modelos que propagaron las creaciones modernas de los vestidos, y bastaba sólo, que la Dietrich o la Garbo lucieran un sombrero de ala corta ladeado y un abrigo de tweed, para que toda esa temporada fuesen usados por la mayoría de las mujeres con alto poder adquisitivo. Y si caminas un poco hacia tu época, verás que no ha cambiado mucho la práctica, pues las corrientes hippie, punk, rocker o pop han guiado a ciertos núcleos de población gracias a los medios electrónicos de diversión”.
La moda femenina de los años treinta tuvo sus variantes en cuanto al largo de las faldas y los escotes. Desde 1929, en París ya habían bajado el dobladillo hasta el final de las rodillas pero en América no adoptaron la tendencia sino hasta la siguiente década, generalizándose así en todo el mundo. Los vestidos se hicieron rectos pero delineando las formas naturales del cuerpo, lo que hacía ver a las mujeres más femeninas. El escote prolongado en la espalda, aún en vestido de día, le dio el toque sensual característico de la tercera década de nuestro siglo.