Un día, Vanidad llegó a mi estudio mostrándome parte del dibujo aquí ilustrado y me preguntó con suspicacia: “¿Puedes adivinar a quien pertenecen estas piernas? ¿Verdad que son de mujer? -al notar mi desconcierto continuó-: tienes razón, la postura y musculatura de sus piernas denotan que no son femeninas. Es una broma, pero ya en serio, parece mentira que el estilo de este traje del Siglo XVII, trescientos años más tarde fuera adoptado por las mujeres“.
“Tu sabes –continuó diciendo Vanidad-, las telas bordadas, los zapatos y medias decorados, el faldón a medio muslo… en fin, todo aquello que constituía la moda masculina de las cortes europeas de ese siglo, pasó a ser moda exclusivamente femenina, pues los hombres cayeron en la sobriedad. Francia, España e Inglaterra se colocaron a la cabeza de la moda, desarrollando el estilo barroco o rococó. El encaje continuó su marcha ascendente tanto en cuellos como en puños, adornos de camisas y faldas siendo Holanda y Bélgica los países que destacarían en la manufactura de los más encantadores y delicados”.
Moda intervino para comentar: “ Las golas de muselina, ornadas con encajes de bolillo, constituían el complemento indispensable del buen vestir de aquella sociedad. ¡Y qué decir de las gorgueras! Éstas cobraron tal dimensión que se hizo necesario alargar el mango de las cucharas para facilitar la alimentación de quien las usaba. En invierno, no faltaron los manguitos y guantes de pieles finas así como el antifaz que se había generalizado en el siglo anterior, gracias a tu amiga Vanidad. También debemos a ella las exageraciones que surgieron en aquella época respecto a los guardainfantes, pues los hizo crecer en tal forma en el reinado de Felipe IV que difícilmente cabían las mujeres por las puertas de las iglesias”, concluyó Moda.
El tacón en los zapatos femeninos se generalizó manteniéndose la moda del chapin y la chinela, con tacones de los llamados “de siete pisos”. Al Siglo XVII se le llamó en Francia “El Gran Siglo”, gracias al reinado del Rey Sol, es decir Luis XIV, quien gobernó durante 70 años. Al hombre se le recuerda con enorme peluca, zapatos con tacones rojos y un aire de sublime elegancia. Enseñó a los europeos el arte del buen comer, del buen vivir y, a su manera, el arte del bien vestir. Vanidad, con su imaginación tan despierta, me condujo de la mano al Palacio de Versalles, donde me hizo verlo habitado por unas diez mil personas. Las damas luciendo faldas con drapeados agrupados en la parte trasera y acentuado su volumen con una almohadilla, cuellos y mangas de encaje y peinados altos, adornados con moños y pedrería. Los varones portando casacas largas brocadas guarnecidas con botones, y pantalones ajustados que llegaban a la rodilla para unirse con las medias de seda. Los zapatos masculinos con punta cuadrada y un ir y venir de oleadas de perfumes con diferentes aromas, mezclados con el olor personal que dejaba en los salones la presencia de sus habitantes. Vanidad también me hizo notar las pelucas de todos los tamaños y estilos desfilando por los pasillos interminables del palacio, mientras que su risa me despertó del sueño que estaba viviendo al contarme:
“Deducirás por lo que te hice ver y sentir, que aquellos europeos no tenían el más mínimo respeto por la higiene, así que, debido a ello, proliferaron los parásitos que se alojaban en sus cabelleras hasta el grado de imponer en la gente la necesidad de afeitar sus cabezas y llevar pelucas, las cuales puso en boga el padre de Luis XIV cuando tuvo que raparse a causa de una enfermedad. Ahora ya conoces el origen de las pelucas en Europa” –terminó diciendo Vanidad.