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Jorge Castañeda Gutman

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Jorge Castañeda Gutman es un político y académico mexicano que se desempeñó como Secretario de Relaciones Exteriores. También es autor de más de una docena de libros, incluida una biografía de Che Guevara, y contribuye regularmente a periódicos como Reforma, El País, Los Angeles Times y la revista Newsweek.

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El Peje le sacó

En la mañanera del 13 de septiembre se anunció que el presidente ya no utilizará el discurso del 16 de septiembre para fijar su posición ante las demandas de a propósito de la violación del T-MEC, las consultas al respecto y, en general, los desacuerdos entre ambos gobiernos en materia energética. Sostuvo que cambiaba de parecer ante lo que había anunciado, en primer lugar, porque el “tono” de “su amigo Biden” había cambiado, dando a entender que la mutación se produjo en la parte que no leyó de la carta del presidente de Estados Unidos. Y, en segundo lugar, porque quería exponer ante los mexicanos, antes de hacerlo ante el mundo, su extraordinaria propuesta de paz entre Ucrania y Rusia. Es obvio que ambos argumentos son absurdos y, por lo tanto, conviene tratar de entender por qué López Obrador se rajó, se bajó, le “sacateó”, se acobardó.

Ilustración: Patricio Betteo
Ilustración: Patricio Betteo

El argumento del cambio de tono es ridículo. Nunca hubo un mal tono de parte de Estados Unidos, ni de Biden, ni de Blinken —a quien vio el mismo día—, ni de la embajadora Tai, representante de Comercio Internacional de ese país. Hubo un recurso por parte de Estados Unidos y de Canadá al mecanismo de solución de controversias estipulado en el T-MEC, por presuntas violaciones del mismo por parte de . En particular, la Ley de la Industria Eléctrica aprobada hace poco, según los norteamericanos, viola dicho tratado. No era un problema de tono, ni de unos ni de otros, es un asunto de sustancia. Además, ni los norteamericanos ni los canadienses retiraron su solicitud de consultas, no han modificado su posición en los encuentros que han tenido, ni lo van a hacer antes de que se venza el periodo de 75 días para las consultas previos a llegar al llamado panel. Eso sucederá a finales de octubre.

En vista de que no hay tal cambio ni de tono ni de sustancia por parte de Estados Unidos, obviamente la conclusión lógica es que el cambio, no de tono sino de posición, fue de México. López Obrador ya no quiso armar un escándalo nacionalista, envolverse en la bandera y tirarse del castillo de Chapultepec el 16 de septiembre, porque evidentemente decidió que no valía la pena. No iba a conseguir nada de Estados Unidos al respecto, y los posibles puntos que se llevaría de aprobación al apelar al nacionalismo mexicano más rancio sólo iban a exasperar a los norteamericanos y a los canadienses sin que México obtuviera nada a cambio.

El segundo argumento, a saber, lo de la infantil propuesta de paz, tiene menos sentido aún. La invasión de Ucrania por Rusia no fue un error de ambos, no se debió a la falta de diálogo, no tiene nada que ver con la ausencia de buena voluntad o de fraternidad. Se trató de un acto de agresión cometido por un país de 130 millones de habitantes contra uno de menos de 40 millones, por razones efectivamente históricas, pero que no se podían resolver “dialogando”. Pensar que a nadie se le había ocurrido que sería una buena idea una mediación internacional para lograr un fin de la guerra y de la ocupación rusa de Ucrania es pueril.

López Obrador propone que sean el papa, el secretario general de la ONU y el primer ministro Narendra Modi de la India (a quien a veces se refiere como presidente de la India, sin recordar que se trata de un régimen parlamentario). El papa no se ha pronunciado sobre la invasión y, por lo tanto, no es funcional como mediador, por lo menos en lo que a Ucrania se refiere; el secretario general de la ONU está sujeto a las decisiones del Consejo de Seguridad, donde Rusia y China tienen veto; y la India no tiene vela en el entierro, en el sentido de que ha sido neutral, es decir, que no ha condenado la invasión rusa a Ucrania.

Pero, sobre todo, nadie entiende por qué México debe o puede andar proponiendo semejantes quimeras. A qué viene al caso una propuesta internacional de un mandatario que nunca sale de su país, que pronuncia discursos aberrantes ante el Consejo de Seguridad o la Asamblea General (por Zoom), que ni siquiera tiene la decencia de ir él mismo a la Asamblea General de la ONU ahora en septiembre para presentar su absurda propuesta. Se dice que casi cien mandatarios irán este año a Nueva York. México no.

Recular es sabio cuando era contraproducente tratar de avanzar. No tiene nada de malo tener miedo (a diferencia de lo que dice Chico Che) cuando la correlación de fuerzas es tremendamente desfavorable. Qué bueno que la falta de valor, o las características clásicas del bully, es decir, el ser muy bravucón, hasta que llega la hora de la salida de la escuela, hicieron retroceder a López Obrador. La prudencia resultó ser más aconsejable que el machismo energético. Enhorabuena.

El AMLO caribeño de Bucaramanga

En las campañas presidenciales, los candidatos prometen y se comprometen con propuestas serias, y con todo tipo de disparates: en , en Francia, en Chile, en y ahora en . No se deben tomar muy en serio todas, pero algunas sí, por lo menos como síntomas de dolencias raras, o como anuncios de lo que viene, si ganan.

No debemos tomar al pie de la letra cada una de las ocurrencias del excéntrico candidato de centro-derecha, populista (whatever that means) y septuagenario en Colombia, Rodolfo Hernández, que pasó a la segunda vuelta y va adelante en las encuestas. En primer lugar, porque no es seguro que gane. Y enseguida porque puede abandonar muchas de ellas cuando llegue al poder, al comprobar que algunos de sus planteamientos programáticos son sencillamente inviables, como le sucedió a López Obrador, por ejemplo, con la venta del avión presidencial. Puede no usarlo; no pudo venderlo.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

Hernández parece ser un fiel seguidor de López Obrador, salvo en las propuestas progresistas que enarbola: aborto, legalización de matrimonios gay y de la marihuana. Sin embargo, varias de sus demás posturas, en buena medida delirantes, o bien claramente provienen del igualmente excéntrico mandatario de nuestro país, o bien parecen inspiradas en su gestión. Enumero algunas: 1) Cerrar las oficinas y residencia presidenciales —la Casa Nariño— y convertirla en museo. No se sabe bien adónde irán a parar los que trabajan allí; tal vez a Bucaramanga, su ciudad natal. 2) Quitarle vehículos a los legisladores, para ahorrar dinero. 3) Cerrar embajadas o entregarlas a colombianos que ya residen fuera, por ejemplo en México, para ahorrar en pasajes y menajes de casa. 4) Vender el avión presidencial. 5) Que todos los colombianos vayan al mar, para conocerlo, y saber cómo piensan los ribereños, a diferencia de los de la sierra o la selva. 6) Crear un instituto de devolución de lo robado. 7) Hacer del combate a la corrupción el eje de su gobierno: “La corrupción es una enfermedad que sólo puede curarse con cirugía y sin anestesia”. 8) Celebrar una conferencia de prensa cada mañana, con cien participantes de los medios y cien ciudadanos.

No está claro que Hernández sea un Bucaram, de notoria fama ecuatoriana, o un López Obrador caribeño. Algunas de sus visiones para Colombia son avanzadas y sugerentes. Su estilo es, como el nuestro, folclórico, y la separación entre forma y fondo en el trópico es tenue. Pero sería interesante saber qué piensan los partidarios de la 4T al comprobar qué tan fácilmente un adversario de la izquierda colombiana, tan cara a la izquierda mexicana, puede adoptar las posturas de su héroe nacional. Y qué tan ridículas parecen cuando las abraza un aspirante a la presidencia —y tal vez un mandatario— en un contexto diferente, permitiendo abstraernos del ya clásico: “Sí, pueden ser payasadas, pero la gente lo quiere y es la primera vez que hay un presidente que habla por la gente”.

Hernández puede perder. Si gana, puede perfectamente abandonar muchas de sus ideas absurdas, de la misma manera en que Pedro Castillo del Perú no pudo salirse de la Casa Pizarro (Los Pinos de Lima) por razones jurídicas y prácticas. Y si las realiza, pueden traerle popularidad. ¿Hará todo esto de él un buen presidente? Tal vez, en cuyo caso Morena debiera pensar en abandonar a Gustavo Petro y apoyar al exalcalde de Bucaramanga, ya que se parece como una gota de agua a su líder máximo.

AMLO y Reagan

Dentro de la crítica generalizada al gobierno actual en los medios internacionales y entre los empresarios mexicanos (en privado), se asoma casi siempre un breve y leve aplauso o aprobación: por lo menos es avaro, codo, fiscalmente responsable o austero y conservador en el gasto. Mucho ya se ha escrito y dicho sobre las múltiples consecuencias del llamado “austericidio” (que en el sentido literal significa matar la austeridad), pero cada día aparece con más claridad una implicación adicional, seguramente la más grave.

Se entiende mejor con una pregunta, parecida a la que le hicieron a Ronald Reagan durante su campaña de 1980: ¿cómo piensa reducir los impuestos, aumentar el gasto militar y equilibrar el presupuesto (cero déficit) al mismo tiempo?  ¿Cómo piensa López Obrador elevar el gasto social y para sus proyectos de infraestructura, sin déficit y sin aumentar los impuestos?

Ilustración: Víctor Solís

La respuesta de Reagan en campaña –conscientemente mentirosa– fue que el milagro en cuestión se lograría por dos vías: con el combate al despilfarro, el fraude y la mala administración (“waste, fraud and mismanagement”) en el gobierno, y gracias a la teoría de la oferta (supply-side economics) de Oscar Laffer. Se refería a una curva que mostraba cómo al reducir los impuestos, crecía más la economía, generando más ingreso y, por lo tanto, una mayor recaudación. Esto a su vez permitiría incrementar el gasto en defensa sin que creciera el déficit. La respuesta de AMLO en campaña y hasta ahora —igual de mentirosa que la de Reagan— consiste en reducir tres cosas: la corrupción, la corrupción y la corrupción.

La verdadera respuesta de Reagan vino después, en parte con el crecimiento estratosférico del déficit fiscal de , en parte gracias a las revelaciones de su secretario de Programación y Presupuesto (OMB), el joven David Stockman. En una palabra, la respuesta de Stockman fue que la magia consistiría en realizar una enorme cantidad de recortes de programas sociales, de infraestructura, educación, seguro social para los más pobres (Medicaid), etc. ¿Cómo lo aceptaron sus adversarios y el Congreso en general? No había de otra, una vez que se habían reducido los impuestos y aumentado el gasto militar. Cuando este remedio resultó ineficaz y generó un déficit gigantesco, Stockman, ya sea haciendo de necesidad virtud, ya sea habiéndolo planeado, recurrió a la madre de todas las justificaciones: había que recortar más para contener el déficit. Así fue, y como lo repiten sin cesar especialistas como Krugman y Piketty, a partir de 1980 la desigualdad en Estados Unidos empezó a crecer. Nunca ha vuelto a disminuir.

En hoy, la verdadera respuesta del gobierno —consciente o no, tácita o pública— es semejante. ¿Cómo cuadrar el círculo? Básicamente recortando el gasto social que no constituye el corazón del programa de la 4T, financiando así los nuevos programas y sus cuatro proyectos de infraestructura (4P). Se reducen o se eliminan Progresa/Oportunidades/Prospera y el Seguro Popular, el gasto en infraestructura —salvo los 4P de la 4T— el gasto en educación, en salud, en vivienda, en capacitación. Y cuando todo este paquete de recortes ya no alcance, y empiece a aparecer un déficit, se justificarán nuevos recortes para eliminar el déficit creado por… la estrategia del gobierno y sus diversas camisas de fuerza. Habrá que ir recopilando las cifras que demuestran todo esto.

He allí el daño: la tacañería presupuestal de AMLO va a generar una merma enorme del gasto social no asistencial, con graves consecuencias para la salud y la educación de los mexicanos, con hoyos y desgarros cada día mayores en la red social de protección universal –no por segmentos–, y en la infraestructura real –no hipotética– del país. Dentro de un decenio o dos, cuando veamos cómo aumentó la desigualdad en México a raíz de este esquema, lo podremos lamentar. Tendremos un primer esbozo en la entrega inminente de la nueva Encuesta de Ingreso-Gasto de los Hogares (ENIGH), levantada durante el último trimestre del año pasado y que deberá aparecer a más tardar en agosto.

Biden debe lograr algo de la reforma inmigratoria en su primer año, por el bien de millones

Una reforma inmigratoria integral figura en la agenda estadounidense al menos desde el año 2001. En aquel entonces, el presidente de , Vicente Fox le propuso a su homólogo George W. Bush un acuerdo migratorio entre sus dos países.

Abarcaría la legalización del estatus inmigratorio de los mexicanos sin papeles en –que estimaban en unas 6 millones de personas entonces- y la ampliación paulatina, pero constante, del flujo futuro de trabajadores temporales, con una opción hacia la residencia permanente y la ciudadanía en el futuro. Los atentados del 11S dieron al traste con esa ambición.

Reapareció ya como una propuesta interna estadounidense en 2006, bajo la forma de una iniciativa de los senadores Edward Kennedy y John McCain para todos los trabajadores indocumentados, con el pleno de la administración Bush. Nunca llegó a ser votada.

En 2007, el presidente George W. Bush intentó una reforma parecida -más modesta- que tampoco prosperó. Finalmente, la llamada «Pandilla de los 8», de acuerdo con Barack Obama, sugirió una nueva iniciativa en 2013. Fue ratificada por el Senado, pero no pasó el filtro de la Cámara de Representantes.

El costo de todos estos intentos fallidos fue el fortalecimiento draconiano de los controles en la frontera, el aumento en el número de deportaciones de indocumentados, y la radicalización de las posturas antinmigratorias del gobierno de .

Con estos antecedentes, el presidente presentó la semana pasada un proyecto propio, que podrá salir bien librado en la Cámara de Representantes, pero solo con dificultades en el Senado. Es sumamente ambiciosa y generosa, y probablemente afectaría -positivamente- a más de 11 millones de personas que llegaron del exterior y que hoy viven en EE.UU. sin un estatus legal o con un estatus ambiguo o precario.

Al buscar la regularización de todos aquellos que se encontraban en este país sin papeles hasta el 1 de enero de 2021, de los llamados Dreamers amparados en el DACA, de los centroamericanos con Temporary Protected Status (TPS), de un número por determinar de trabajadores agrícolas temporales o estacionales, en los hechos eliminaría casi de un tajo a la gran mayoría de los indocumentados o semidocumentados.

No parece incluir, por ahora, disposiciones relacionadas con los flujos futuros. Esto puede ser una gran laguna o una táctica de negociación. Todos sabemos que al día siguiente de una legalización generalizada, entrará nuevamente a Estados Unidos una cantidad significativa de personas buscando trabajo desde México, o huyendo de la violencia y la hambruna en el Triángulo del Norte. La cifra puede superar los 1.000 inmigrantes más todos los días si tomamos en cuenta la cifra de detenciones diarias de quienes intentan cruzar la frontera. La cuestión de fondo es si van a ingresar a Estados Unidos con autorización o sin ella.

Hoy en día, la gran mayoría de los trabajadores temporales que llega al país con visa lo hace bajo la figura de H-2A (para labores agrícolas) o H-2B (para servicios en general). Aunque el número de estas visas expedidas –principalmente a mexicanos- ha aumentado enormemente a lo largo de los últimos 17 años, sigue habiendo más gente que desea irse a Estados Unidos que el total de permisos otorgados. El aumento del cupo, por cierto, ha sido una demanda de los agricultores de Texas y California desde hace años, que siempre ha sido bien vista por los legisladores del Partido Republicano, aunque no por los .

Por eso, elevar de manera significativa la cifra de visas anuales de este tipo -a 1 millón en lugar de poco más de 570.000- que fue lo que se aprobó en 2019, podría atraer al contingente republicano necesario para lograr la aprobación en el Senado. En efecto, este es el dilema principal que enfrenta la propuesta de Biden. Bajo condiciones normales, necesitaría 60 votos en la Cámara Alta para ratificar la propuesta. Cuenta con 50. Si no convence a 10 republicanos, dispone de dos caminos alternativos.

Uno consiste en recurrir al “Budget reconciliation process”, o procedimiento de conciliación presupuestaria, que permite aprobar ciertas leyes con una mayoría simple de votos en el Senado. Biden, en ese caso, contaría con el voto de la vicepresidenta Kamala Harris para llegar a los 51 si lo necesita. Pero no es seguro que las reglas del Senado lo permitan.

La otra posibilidad es proceder por partes. En lugar de buscar la legalización de todos en bloque, procurar más bien la regularización de los trabajadores “esenciales” en tiempos de covid-19, de los amparados por DACA, de los que tienen TPS, de los familiares sin papeles de hijos o conyuges nacidos en Estados Unidos y de quienes caen en otras categorías especiales.

Biden sabe que debe evitar los errores de Obama: esperar que los republicanos lo apoyen a cambio de nada -cosa que nunca van a hacer- sin darle a una decena de opositores concesiones importantes en otros temas. Sabe también que el asunto es decisivo, y que debe lograr algo al respecto durante su primer año de gobierno. Una vez aprobado el paquete de rescate de la economía, la reforma inmigratoria debe ser su principal objetivo. Por el bien de millones de latinoamericanos, y de cientos de millones de estadounidenses.

Ajuste de cuentas con la historia

Crecen día tras día las protestas en  en torno a monumentos, estatuas, edificios, retratos e instituciones que festejan u honran a personajes que encarnaron algunas de las peores causas de la historia del país. El 20 de junio le tocó a la efigie de Andrew Jackson frente a la Casa Blanca, el séptimo presidente del país y héroe de la guerra de 1812 contra los ingleses. Sin embargo, también fue el mandatario que deshonró los tratados firmados por Estados Unidos con las naciones Cherokee, desterrando a unos 17.000 de sus miembros a lo que hoy es Oklahoma en una trágica marcha genocida, conocida como el Sendero de las Lágrimas, en la que miles perecieron.

Hasta ahora, con algunas excepciones, el proceso de ajuste de cuentas con la historia ha involucrado, principalmente, a figuras asociadas con la esclavitud o el dirigido contra la población de raza negra. Han surgido algunos casos aislados que involucran a la población hispana: un par de esculturas del padre Junípero Serra en California, y del conquistador español Juan de Oñate, en Nuevo . Ambos son rechazados por grupos indígenas, el primero por protagonizar una violenta época de canonización en las misiones que fundó y el segundo ha sido acusado de genocidio.

Hasta aquí, esta forma de acercarse a la historia, en un país en buena medida carente de un sentido de la historia -según observadores extranjeros desde principios del siglo XIX- no ha sido abrazada por demasiadas personas de a pie, pensadores, estudiantes latinos en Estados Unidos o en América Latina. Pero el dilema no es nuevo en México, Perú u otros países de la región.

Hace casi un año y medio, el entonces nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dirigió una carta al rey de España, exigiendo que pidiera perdón por los estragos de la Conquista. En México, apuntan varios académicos, no hay ninguna estatua que recuerde a Hernán Cortés; acaso una calle, el Mar de Cortés en Baja California, el Paso de Cortés entre los dos volcanes, y el Palacio de Cortés en Cuernavaca. No habrá más. En Lima, sí hay una estatua de Francisco Pizarro, el conquistador, pero el tema no ha provocado mayor discusión por ahora.

No obstante, es probable que el movimiento contra los símbolos de la esclavitud y el racismo hacia los estadounidenses de raza negra se extienda pronto a los de distinta ascendencia. Asimismo, puede centrarse en figuras más recientes que las de Sierra u Oñate, ya que no faltan símbolos más o menos pertinentes y conocidos de agravios reales, o vistos como tales por la población latina en Estados Unidos. Se puede extender a Theodore Roosevelt, quien participó en la guerra contra España, la cual convirtió a las colonias españolas de Cuba y Puerto Rico en virtuales colonias estadounidenses. Puede dirigirse a los “héroes” de El Álamo, o a los que conquistaron México: Winfield Scott, James Polk, o los pobladores texanos como Stephen Austin o Sam Houston. Y si los estudiantes latinos de California se ponen a escudriñar la historia de las razias anti-chicanas y anti-pachucos de los años 20, 30 y 40, o las deportaciones masivas de mexicanoestadounidenses después de la Primera Guerra Mundial, o en la Operación Espalda Mojada a principios de los años 50, no faltarán personalidades cuyos nombres estén inscritos en monumentos o instituciones que sean objeto de rechazos enardecidos.

¿Es esta la mejor manera de asimilar la historia? ¿Se trata de un camino adecuado para que estadounidenses de todas las clases y etnias comprendan que la historia sí importa? Probablemente no, pero como sostengo en mi nuevo libro, “America Through Foreign Eyes”, es la opción que hay, y es mejor que nada. El hecho de que en este país se discutan, o incluso se confronten, por temas históricos -la exterminación de los pueblos originarios, la esclavitud, las leyes Jim Crow en el sur, el racismo virulento y duradero contra personas de origen chino o mexicano- constituye un avance enorme para el país. Que en cada caso, los partidarios de la revisión histórica tengan razón, es improbable. Pero el debate y la aproximación a la historia importan mucho más que cada detalle, que cada monumento, que cada personaje impresentable.

Joe Biden Y Su Fórmula Para Ganar La Presidencia

Aunque lógicamente la pandemia y sus estragos ha opacado la campaña presidencial en , eso no significa que los plazos se alarguen, ni que nada sucede. Más aún, mucho ha pasado en estas últimas semanas, que nos permite vaticinar algunos de los rasgos distintivos de la campaña, de la elección de noviembre y de lo que venga después.

Ya contamos con varias certezas.

Sabemos que el exvicepresidente será el candidato del Partido Demócrata, a menos que suceda algo imprevisto de alguna naturaleza, como la médica. Sabemos que los demás aspirantes se han unido en torno a Biden, y que incluso Bernie Sanders y sus numerosos seguidores lo están apoyando. Sabemos que Biden escogerá a una mujer como mancuerna o acompañante para vicepresidenta, lo cual sin duda lo fortalecerá en el segmento de mujeres de los suburbios estadounidenses. Y sabemos -ahora lo veremos con algún detalle- que Biden incluirá en su programa muchas de las medidas progresistas o de izquierda propuestas por sus rivales, en particular por los senadores Bernie Sanders y Elizabeth Warren. Esto, en cuanto a Biden y los demócratas se refiere.

Del lado de , sabemos que será el candidato del Partido Republicano. También sabemos que esta vez será más difícil que en 2016 que surja un tercer o cuarto candidato (hace cuatro años fueron dos) que le reste votos a Biden como se los restaron a Hillary Clinton. Sabemos que en estados clave como Arizona, Florida, Michigan, Pensilvania y Wisconsin -donde se juega la elección- Trump se encuentra empatado o por debajo de Biden en las encuestas, por ahora.

Sabemos, por último, que su gestión de la crisis del coronavirus no ha sido bien vista por muchos estadounidenses, sobre en todo en materia de credibilidad y constancia. Ahora bien, también podemos especular, con algún grado de certeza, que la crisis económica provocada por el covid-19 perjudicará las perspectivas reeleccionistas de Trump y favorecerá a Biden.

Por dos razones. En primer lugar, el presidente en funciones pensaba afincar toda su campaña en el supuesto éxito económico de su primer mandato y en la movilización de su base a través de su retórica antimigrante, a favor de la posesión de armas y antiaborto. El primer pilar de esta estrategia ya se esfumó. Se puede discutir cuando comenzará la recuperación de la economía estadounidense, pero parece poco probable que en materia de desempleo e ingresos -y no solo el índice Dow Jones en la Bolsa de Nueva York- se encuentre en niveles de aplauso para noviembre. De los casi 30 millones de estadounidenses que habrán perdido su empleo en estos meses ¿Cuántos lo habrán recuperado para las ?

La segunda razón reside en la pandemia misma. Millones de estadounidenses deben haberse percatado durante estos meses de que su sistema de salud, y de bienestar en general, es inadecuado. No había equipo para realizar pruebas, para cuidar a los trabajadores del sector salud, para tratar a los pacientes graves (respiradores), para atender de manera equitativa a la gente de raza negra. Vieron como la respuesta del gobierno federal y de muchos estados (California y Washington son excepciones) fue muy inferior a la de países europeos como Alemania, o de asiáticos como Corea del Sur o Japón.

No quieren que esto se repita. Al mismo tiempo, captan que el problema rebasa la crisis actual y el sistema de salud.

Se trata -nada más y nada menos- que de reconstruir un estado de bienestar estadounidense. Y Biden, en parte por convicción, en parte por la necesidad de aglutinar al ala izquierda o progresista del Partido Demócrata, ha adoptado muchas de las tesis que van en ese sentido.

Enumero algunas: el salario mínimo federal a US$ 15 la hora; prohibición -con sanciones por incumplimiento- de los despidos por tratar de organizar un sindicato; impedir que empresas como Uber clasifiquen a sus empleados como contratistas independientes y no como trabajadores; pública gratuita para familias que ganan menos de US$ 125.000 al año; un plan para combatir el cambio climático mucho más ambicioso que el de Obama; y un sistema de salud universal que también va más allá que el Obamacare, aunque no llega al Medicare for All de Sanders y Warren.

Podríamos agregar varias medidas más, incluyendo los instrumentos de financiamiento de las ya mencionadas.

Si Biden gana, podrá no cumplir porque no quiere, o porque no puede. Pero la suma de los factores que conducen a Estados Unidos a reevaluar su red de protección social, su fiscalidad y su actitud ante el cambio climático es cada día más poderosa. Eso también lo sabemos.

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¿Ya No Somos Como Los Centroamericanos?

Una de las premisas implícitas en la atroz conducta del gobierno de López Obrador con los centroamericanos en la frontera sur (y norte) consiste en sostener que ahora sí podemos maltratar a los que desean entrar sin papeles a , porque nosotros ya no somos un país emisor. Los tontos útiles de buena fe (y desde luego para los de mala fe) recurren con frecuencia a la tesis del net zero para adoptar esta posición infame, que permite golpear a mujeres y niños. También les autoriza a repetir incansablemente la idiotez según la cual los hondureños deben respetar las leyes mexicanas, como si millones de mexicanos a lo largo del último siglo hubieran respetado las leyes norteamericanas.

La tesis de la migración neta nula o negativa nació hace unos cinco o seis años en , ante la supuesta evidencia que las cifras de indocumentados en ese país permanecía estable, o incluso decrecía ligeramente a partir de 2010. Algunos estudiosos estadunidenses la hicieron suya por motivos políticos: parecía más fácil ser partidario de una gran integral si se argumentaba que ya empezaba a desaparecer el problema: más mexicanos salían de Estados Unidos que aquellos que entraban.

La tesis hacía caso omiso de varios hechos. En primer lugar, las deportaciones masivas de Obama, sobre todo entre 2010 y 2014, con un pico en 2011. Solo un ignorante o un malvado puede considerar que dichas deportaciones constituyen retornos “normales”. Asimismo, cualquier partidario de la tesis citada tendría que explicar porque las remesas han seguido creciendo, alcanzando niveles nunca vistos en 2019. ¿Cómo es que menos mexicanos mandan más dinero? ¿Ganan más? ¿Mandan más? ¿Son envíos del narco? All of the above?

Sobre todo, dicha tesis pasa por alto un dato fundamental de la migración mexicana hacia Estados Unidos del último decenio: el aumento considerable del flujo legal, temporal y circular. Obama comenzó a poner en práctica diversos reglamentos y decretos que permitían darle la vuelta a las restricciones del Congreso para las visas H2A (para trabajo agrícola) y en menor medida H2B (construcción, industria hospitalaria, salud, etc.). Trump siguió con la misma política.

En  el ejercicio 2019 (octubre a septiembre) Washington otorgó 260,000 visas H2, un aumento de 13% frente al año anterior; los incrementos en los dos años previos fueron ligeramente superiores. Si sumamos a estos (los más) algunos otras categoría (reunificación familiar permanente, visas H1, E1) son casi 300,000 mexicanos que parten a Estados Unidos cada año. Los H2 van y vienen; son en muchos casos los mismos. Muchos permanecen en Estados Unidos cuando expiran sus permisos. Si por lo menos 100,000 mexicanos al año parten al norte sin papeles —quizás un poco más— encontramos que entre 400,000 y 500,000 compatriotas se desplazan anualmente. ¿Ya no somos un país de emigración? ¿En serio?

Algunos alegarán que justamente estos mexicanos con visas “H” a los que me refiero, son “legales”. Pero lo son, en todo caso, como resultado de décadas de lucha, de opresión, de denuncias desde México y en Estados Unidos, por su maltrato, su deportación, su encarcelamiento. Además, su situación “legal” no obsta para que sean objeto de discriminación, explotación, estafas, extorsiones y demás.

¿A quién demonios se le ocurre pensar que podemos tratar como la guardia nacional ha tratado a los centroamericanos estos últimos días y meses, y al mismo tiempo seguir defendiendo con un mínimo de autoridad moral a los mexicanos en Estados Unidos con papeles o sin ellos? A menos, desde luego, que consideremos que los que se han ido son traidores y que debieran haberse quedado en México. Porque como dice López Obrador, como México no hay dos.

Latinoamérica Reclama Igualdad y Democracia

La crisis económica y el estancamiento han provocado una ola de protestas ciudadanas y una demanda de más transparencia y un estado de bienestar eficiente en toda la región.

Uno de los carteles de los más de un millón de manifestantes chilenos que marcharon el 25 de octubre decía: “El neoliberalismo nació en Chile y se está muriendo en Chile”.

Uno pensaría que el obituario es cierto, a juzgar no solo por las protestas que se han visto en Chile y en Ecuador desde hace unas semanas, sino también por los resultados electorales en Argentina, y . No es así, pero sí señala algo real: un nuevo vuelco a la izquierda en América Latina.

En los últimos cinco años, las en Argentina, Chile, Brasil, , El Salvador y Perú han llevado al poder a partidos o líderes conservadores y neoliberales, que abogan por el libre mercado y el libre comercio. La “marea rosada”, que llevó democráticamente a líderes de izquierda a la presidencia al comienzo del siglo XXI, está retrocediendo, con frecuencia sumida en la vergüenza. Un expresidente brasileño fue encarcelado y otra fue destituida. En Argentina, Cristina Fernández de Kirchner fue acusada de los delitos de fraude y corrupción. Los últimos seis presidentes de Perú están ya sea en la cárcel, bajo investigación por corrupción o muertos a causa del suicidio.

El líder socialista anunció el mes pasado que había ganado la reelección en Bolivia y tendría un cuarto mandato, como consecuencia de una manipulación electoral y una violación a la constitución que él mismo redactó y había ratificado mediante un referéndum. Sin embargo, las sucesivas manifestaciones que reclamaban un fraude electoral, una auditoría internacional de las elecciones que concluyó que los comisionas no habían sido democráticos y el llamado del ejército para que el presidente boliviano renunciara, lo obligaron a dejar el cargo.

El fin del auge de las materias primas, la corrupción y el cansancio sacaron a la izquierda del poder y los llamados neoliberales aparecieron para llenar el vacío. A excepción de Venezuela, México y, hasta ayer, Bolivia, habían estado dominando los seguidores del Consenso de Washington, un conjunto de recomendaciones de políticas económicas respaldadas por para los países desarrollados, en especial en América Latina.

Pero hoy, ellos están siendo desplazados, ya sea mediante elecciones o presión de protestas callejeras masivas. Parece que viene un nuevo cambio. Sin embargo, aunque hay diferencias significativas en entre la izquierda y la derecha, o entre el neoliberalismo y la social, el margen para el cambio económico es mucho más estrecho de lo que creen sus proponentes de cada lado y, lo que es más importante, es mucho menor de lo que los latinoamericanos esperan.

La izquierda ha gobernado Chile durante 24 de los últimos 29 años. Las políticas que se rechazan actualmente, mediante reclamos de menos desigualdad y un sistema político más sensible, son en su mayoría las que ha implementado Concertación, la coalición de centroizquierda chilena. Chile es la gran historia de éxito de Latinoamérica, incluso si sus ciudadanos no creen este discurso o lo rechazan rotundamente. Es cierto, Sebastián Piñera, el presidente de centroderecha, no es nada popular, pero la oposición, los partidos de centroizquierda, son igual de impopulares.

Ardor Por Evo

La 4T esta ardida. Sabe, a pesar de sus cortinas de humo, sus mentiras y sus faramallas, que la caída de en constituye un serio revés para el proyecto de López Obrador en . Sobre todo, la 4T sabe realmente cuales han sido las condiciones de esa caída, independientemente de lo que inventen sus funcionarios y sus voceros.

En primer lugar, más allá del papel exacto de las fuerzas armadas bolivianas en la salida de Evo Morales, el gobierno mexicano sabe perfectamente que cayó Evo por el fraude electoral y por el hartazgo de la población hacia su gobierno. A pesar de éxitos innegables a lo largo de los últimos 13 años, en una elección fraudulenta, el 53 por ciento del electorado votó contra Evo, es decir la misma proporción que votó a favor de AMLO. Sabe que el fraude fue detectado, denunciado y comprobado por una misión de observadores y de auditoría libremente consentidas, ambas, por el gobierno de Evo Morales. Sabe que hubo una gigantesca movilización popular, igual o mayor que la de Chile, en un país mucho más pequeño, contra Evo Morales, contra su fraude electoral y contra su intento de perpetuarse en el poder.

Sabe también el gobierno mexicano que Evo constituía la última figura icónica de la llamada izquierda latinoamericana, o lo que un tiempo se llamó el socialismo del siglo XXI. Lula ya no está preso, afortunadamente, pero no se encuentra en condiciones de liderazgo regional. Los cubanos están otra vez al borde de la miseria o ya se encuentran en ella; la Venezuela de Nicolás Maduro se halla en una situación más desesperada que nunca; la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua no va a ningún lado; y la única forma en que Alberto Fernández en Argentina pueda sacar adelante a su país, es tomando distancias frente a la demagogia latinoamericanista y “anti-neoliberal” del grupo de Puebla y del Foro de Sao Paulo.

Por último, el gobierno de México sabe perfectamente que Evo no pidió asilo, sino que se lo ofreció; que va a tratar de volver a Bolivia desde México utilizando recursos de Morena, de los cubanos, de los venezolanos, y de sus propias cuentas de banco. El gobierno de López Obrador va a polarizar aún más a la sociedad mexicana, habiendo insistido, casi rogado, que Morales aceptara el ofrecimiento mexicano de asilo. Más allá de lo que haya sucedido en Bolivia —golpe de Estado, o no; ruptura del orden constitucional, o no; nuevas muy pronto, o no— López Obrador y la 4T saben que perdieron un partidario importante, emblemático, en su absurdo proyecto latinoamericanista trasnochado. Por eso, cometen tanto errores como el haber felicitado a Evo por su supuesto triunfo electoral, en compañía únicamente de los dictadores de Cuba y de Venezuela. Por eso no han previsto la ropa sucia que aparezca en La Paz.

The Democratic Candidates Did Nothing To Appeal To Hispanic Voters

Perhaps the most notable feature of the Democratic presidential debate in Houston on Thursday was what the candidates did not say about Latin America, immigration, asylum and border security. This was in stark contrast to the detail with which they addressed health care, education, gun control and the war in Afghanistan. Their silence, half-truths or platitudes on these issues was surprising.

However, the fact that none of the participants repeated the commitment to decriminalize unauthorized entry into the United States is worthy of praise. Unauthorized entry should indeed be decriminalized, but saying so during a campaign against President Trump is akin to political suicide. But none of the candidates touched on any of these other pressing issues in their opening or closing remarks. And it was only in response to the Univision anchor Jorge Ramos’s queries about immigration, asylum and Venezuela that they tepidly clarified their stances.

Julián Castro said of the shootings in El Paso: “Someone drove 10 hours to kill people who look like me and my family.” And yet he was much more cautious about his immigration plan, preferring to center his statements on Dreamers, or DACA, an important but “safe” issue that even President Trump can agree to. His silence on decriminalization was all the more conspicuous, considering he brought up the issue in a debate in June.

Beto O’Rourke touched upon, but without detail — and partly in Spanish — one of the more complicated aspects of immigration: what should be done about people who overstay their visas. Elizabeth Warren supported creating a pathway to citizenship for the 11 million undocumented foreigners in the United States today, but again, without specifics. And former Vice President Biden wavered when asked whether he thought President Barack Obama’s mass deportations had been a mistake or not — granted, a tough question that perhaps he was wise to avoid answering.

On the crucial matter of Mr. Trump’s asylum policies, Mr. Biden and the others all opposed them, but without defining what they would do with the surge in requests since the middle of last year. One candidate suggested it was a crisis of Mr. Trump’s own making. Ms. Warren, Mr. Biden and Mr. Castro all insisted on the need for a massive assistance program for the Northern Triangle countries of Central America, Guatemala, Honduras and El Salvador.

Another issue involving Mexico and Latin America, which the Democratic candidates could have discussed, was the new NAFTA, the United States-Mexico-Canada Agreement. When asked about jobs, trade and American foreign policy, they all referred to China and tariffs, but not Mexico. Only Bernie Sanders voiced his longstanding opposition to NAFTA, without actually taking an explicit stand on its 2.0 version.

Perhaps they were wise to skirt the issue. Their answers could have well cost them votes (and given Mr. Trump ammunition). Mr. Biden and Amy Klobuchar would likely have been forced to support U.S.M.C.A.; Mr. Sanders, Ms. Warren, Kamala Harris might have opposed it, to one extent or another. Ultimately, though, the issue simply did not come up.

Mr. Ramos also made a valiant attempt to bring up the confounding question of Venezuela. Mr. Sanders called President Nicolás Maduro a tyrant and called for democratic elections in Venezuela. Mr. Castro also referred to the Venezuelan leader as a dictator, and demanded temporary protection status for Venezuelan refugees, but this was a brief exchange that did not really touch upon the intractable problem of what American policy should be.

Protesters yelling “We are DACA recipients, our lives are at risk” forced the debate to stop during Mr. Biden’s closing remarks, momentarily bringing their plight into focus. But despite the fact that a few candidates spoke Spanish during the debate, Latino, Mexican and Latin American issues were largely absent from the discussion on race and foreign policy.

This was perhaps to be expected, since these are especially delicate topics that divide Democrats. Nonetheless, their hopes of defeating Mr. Trump in 2020 depend seriously on higher Hispanic turnout than was seen in 2016. Thursday’s debate did nothing to ensure that.