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Jorge Castañeda Gutman

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Jorge Castañeda Gutman es un político y académico mexicano que se desempeñó como Secretario de Relaciones Exteriores. También es autor de más de una docena de libros, incluida una biografía de Che Guevara, y contribuye regularmente a periódicos como Reforma, El País, Los Angeles Times y la revista Newsweek.

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La Otra Recesión

Este es mi último artículo para El Financiero. Envío todo mi agradecimiento a Manuel Arroyo y a Enrique Quintana por su hospitalidad durante casi tres años; agradezco en particular la total libertad que me brindaron para escribir absolutamente todo lo que quise. En vista de ello, creo que tiene sentido comentar un tema de intersección entre la y la ; de eso han tratado muchas de las columnas que he propuesto al lector durante este tiempo.

Es difícil prever cuánto durará el aletargamiento de la economía mexicana. Todo sugiere que, para este año entero, el crecimiento apenas superará el 0%, si no es que se produce un pequeño retroceso. Los pronósticos para el año entrante, todavía basados en una expansión “normal” de la economía de , digamos de entre 1.5 y 2%, oscilan en torno al 1.5% para . Pero desde hace días, y en realidad casi meses, ronda por los mercados el espectro de una norteamericana. En los hechos, el propio Trump ya la acepta.

Conviene recordar que el comercio internacional representa más de la mitad de la economía mexicana. De ese total, casi el 80% es con Estados Unidos (importaciones más exportaciones); en otras palabras, cerca del 40% de la economía mexicana se vincula directamente con nuestro vecino del norte. Como vimos aquí hace unas semanas, ya no se da de manera tan automática como antes la alineación de ambas economías. Estados Unidos ya no nos arrastra como antes, pero sí nos puede hundir como antes: 2009, 2001, 1997, etc.

De tal suerte que cabe en la fatalidad que cuando la economía nacional se encuentre en vías de recuperación del enfriamiento autoinfligido de este año y la primera mitad del siguiente, nos peguen directamente los latigazos de la recesión estadounidense. Esta puede durar mucho o poco; a estas alturas, como bien lo explica Valeria Moy en Milenio estos días, predecir la fecha de arranque y la duración de una contracción económica es casi imposible. El auge norteamericano ha sido el más largo ya de la historia (o por lo menos desde que hay registro): más de 120 meses consecutivos. La recesión venidera puede también durar un poco más que de costumbre, comience cuando comience.

Esto tiene dos implicaciones, una aquí, otra allá. Si la economía mexicana no crece durante los primeros dos años y medio del sexenio de López Obrador, se antoja difícil una mayoría absoluta de Morena en las elecciones para la Cámara de Diputados en 2021. De unirse de una manera o de otra la oposición –PAN, PRI, PRD, MC– para que haya un solo candidato de facto en los 300 distritos, puede arrebatarle esa mayoría a Morena. Y si se diera la revocación de mandato en diciembre del 2021, al cumplirse tres años en la presidencia de López Obrador, el NO podría ganar. ¿Sueños guajiros? Quizás, pero también son datos duros.

La segunda consecuencia será en Estados Unidos. Trump basa toda su reelección en el buen desempeño de la economía bajo su mando. Sabe que con una recesión en plena campaña, todo el racismo del mundo y toda la belicosidad imaginable contra sus adversarios no bastarán para ganar. Las encuestas son inclementes: una parte importante –17%– de los que aprueban su manejo de la economía no piensa votar por él, incluso ahora. Si se viene abajo el crecimiento, la bolsa y el empleo, los doce puntos de ventaja que hoy le saca Biden en encuestas nacionales –que ciertamente no equivalen a una victoria en el llamado Colegio electoral– se pueden transformar en más de quince. En fin, veremos. Sólo lamento no poder compartir con los lectores la comprobación de mi error, o de mi acierto, al pronosticar una derrota de Trump en 2020.

¿México Será Su Propio Muro?

Aunque las relaciones entre y hayan transitado por mil momentos difíciles y contradictorios, algo nuevo parece ocurrir. La clave es la concurrencia de dos gobiernos singulares en la historia de ambos países: el de , a partir de 2017, y el de Andrés Manuel López Obrador, desde 2018. El centro de la novedad es la centro y sudamericana, cubana, haitiana y africana.

Ya con Trump en el poder nada fue del todo igual: amenazas y agresiones constantes sobre el muro, sobre México como país de “bad hombres” y sobre la cancelación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El desenlace de las tensiones, sin embargo, se pospuso en el tiempo. Fue firmado un nuevo acuerdo comercial, el T-MEC, cuya ratificación quedó en suspenso. El muro y las deportaciones se volvieron parte de la normalidad, y el flujo migratorio centroamericano se mantuvo soterrado en discusiones privadas del más alto nivel. Fueron tiempos complicados, sin duda, pero nada por completo distinto de otros momentos de la historia reciente.

A partir de la llegada al poder de López Obrador el tenor de la relación cambió. Por un lado, quedaron atrás las rispideces mediáticas con Peña Nieto y la prioridad otorgada a los temas comerciales. Por el otro, la migración centroamericana ocupó el lugar central, por lo menos durante todo 2019. El reto no era nuevo, pero adquirió una relevancia y un grado de conflictividad desconocidos desde hace varias décadas.

El problema de lo que los norteamericanos llaman “OTM Migrants” (Other Than Mexican Migrants) viene de lejos. Probablemente arrancó en el sexenio de Miguel de la Madrid cuando las guerras centroamericanas produjeron una corriente caudalosa de refugiados hacia México y hacia Estados Unidos. Guatemaltecos y salvadoreños destacaron por su carácter dual: huían de guerras reales y de una miseria económica igualmente real, potenciada por las guerras. Decenas de miles de refugiados guatemaltecos se instalaron en Chiapas, para después ser reubicados en Campeche. Decenas de miles de salvadoreños llegaron a las grandes ciudades del centro de la República. Muchos preferían permanecer en México; otros, como los protagonistas de la icónica película El Norte, optaron por buscar oportunidades en Estados Unidos. Los hondureños figuraron poco en aquella oleada. A pesar de haber sido convertidos en el “portaviones terrestre” de la guerra estadunidense contra los sandinistas en Nicaragua, los originarios de ese país no iniciaron su éxodo masivo hacia Estados Unidos sino más tarde, debido a catástrofes naturales como el huracán Mitch en 1998.

En los años ochenta y noventa Washington presionó a México reiteradamente para que evitara que los centroamericanos no-nicaragüenses arribaran a sus palmares y sus tierras (como diría Ricardo Palmerín). México accedió sin prodigarse a dichas peticiones mediante distintas fórmulas, por ejemplo, el Grupo Delta. Pero el hecho es que desde la segunda mitad del gobierno de Salinas de Gortari hasta los principios del de Peña Nieto, por 20 años la migración centroamericana a través de México no tuvo un lugar preponderante en la agenda binacional con Estados Unidos.

El nuevo gran diferendo migratorio inicia en julio de 2014, todavía bajo las presidencias de Obama y Peña Nieto. Durante aquel verano decenas de miles de menores centroamericanos no acompañados emprendieron el viaje desde sus países hacia la de México, buscando ingresar a Estados Unidos sin papeles, pero en muchos casos con familiares dentro de esa nación. Obama, con una elección de medio periodo inminente, y recordando el daño que el éxodo del Mariel le había hecho a Jimmy Carter en 1980, se apresuró a pedirle ayuda a Peña Nieto. Le cuesta trabajo. Según la versión de un alto funcionario norteamericano de aquella época, Dennis McDonough, el jefe de la Casa Blanca buscó comunicarse varias veces, en vano, con su homólogo mexicano; el presidente mexicano no tomaba la llamada. Finalmente, el embajador de México en Washington, Eduardo Medina Mora, destrabó el asunto y los presidentes hablaron y se entendieron.

Peña Nieto accedió a la petición de Obama: contener el flujo centroamericano, y lanzó el Plan de la Frontera Sur, enviando efectivos de la Policía Federal y del ejército al límite con Guatemala. Rápidamente bajó el número de deportaciones de Estados Unidos a los países del Triángulo Norte, disminuyó el paso de niños sin familiares, y aumentaron, en cambio, las deportaciones desde México a Centroamérica. México ni pidió ni obtuvo nada a cambio. Le hizo el trabajo sucio a Estados Unidos, evitándole a Obama una debacle electoral mayor que la que padeció. Nos salvamos, puede alegarse, de un escenario peor que la alternativa. Con un posible inconveniente. Sin que se pueda determinar de cuántos efectivos consistió el Plan Frontera Sur, su puesta en práctica coincide con el repunte de la violencia en México. ¿Pudo deberse aquel aumento a la dispersión de un aparato de seguridad de por sí insuficiente, obligado a asumir otras tareas y ocupar otros espacios, desprotegiendo lo esencial, la seguridad de la población en su conjunto?

El hecho es que las detenciones en la frontera sur de Estados Unidos se desplomaron, llegando en mayo de 2017 a menos de 20 mil al mes. Las detenciones y las deportaciones mexicanas crecieron y, con ellas, la extorsión, las violaciones, los abusos y la falta de respeto por los derechos humanos. Gracias a ello durante 2017 y parte de 2018 Trump concentra sus furias antimigratorias contra los mexicanos en Estados Unidos y en el tema del muro.

En el año 2012 Obama alcanzó la cima de las deportaciones desde Estados Unidos, de ahí su apodo del “Deportador-en-Jefe”, pero desde entonces habían caído. A partir de la segunda mitad de 2017, ya con Trump en el gobierno, crecieron de nuevo, pero ahora con un cambio cualitativo. Obama deportaba a personas con antecedentes penales; Trump, indiscriminadamente. Obama deportaba a personas en la línea, o cerca de la frontera, con poco tiempo en Estados Unidos; Trump, a mexicanos en el interior del país, muchos de ellos con raíces en Estados Unidos: familia, empleo, vivienda, crédito, etcétera. La diferencia de dolor, desgaste y miedo sembrado en comunidades enteras es enorme. Pero por múltiples razones las cifras de Trump tardaron en acercarse a las de Obama. A mediados de 2019 no habían llegado a las de 2012.

Una de las explicaciones es el nuevo flujo de centroamericanos, sobre todo hondureños. A principios de 2018 las cifras de detenciones de centroamericanos en la línea México-EU pasaron de 20 mil al mes en promedio hasta 50 mil mensuales en el segundo semestre. Hay varios motivos del auge. Uno es el recurso al asilo. Diversos activistas de Honduras, El Salvador y Guatemala comprenden que si un migrante solicita asilo en Estados Unidos, y va en compañía de un menor de edad, se eleva la probabilidad de que logre una primera audiencia y espere la segunda en libertad. Conforme se saturan los centros de detención dicha probabilidad crece: no hay espacio para tanta gente.

En segundo lugar, desde tiempo atrás, pero sobre todo a partir de la Semana Santa de 2018, los centroamericanos descubren las virtudes de realizar su éxodo en caravanas. Viajar juntos reduce costos y el peligro de ser asaltados, vejados, asesinados. Proliferan las caravanas; para octubre adquieren dimensiones insólitas. La última con la que debió lidiar el gobierno de Peña Nieto muestra la debilidad del Estado mexicano. No es capaz de, ni está dispuesto a, impedir el paso, reprimir a los migrantes o contener la caravana. Al término de más de un mes de odisea, los migrantes extenuados llegan a , miles de kilómetros al norte de sus respectivos países. A la par, el esfuerzo mexicano se debilita: caen las deportaciones de México a Centroamérica en 2016 y 2017, y aumentan poco en 2018, dado el flujo creciente (ver tabla).

En Estados Unidos un Trump ansioso trata de capitalizar las imágenes de la caravana para las elecciones de medio periodo de noviembre. Sin embargo, no logra sacarle provecho. Pasado el momento de mayor histeria, López Obrador toma posesión el 1 de diciembre, con varias caravanas formándose en Honduras y El Salvador. Se produce entonces un cambio en el discurso mexicano; el cambio que provocará la marea migrante subsiguiente y una crisis mayúscula con Estados Unidos.

López Obrador, lo mismo que su secretaria de Gobernación, el titular del Instituto Nacional de Migración, y otros voceros del flamante nuevo gobierno proclaman una de “brazos abiertos” hacia los “hermanos centroamericanos” que ingresan a México. La nueva retórica se acompaña del anuncio de un nuevo plan —el enésimo— de ayuda a Centroamérica, y de la expedición de visas humanitarias a los extranjeros que entran a territorio mexicano. El número de visas es limitado, pero la noticia se riega como pólvora por toda la región y llega hasta África. La novatada sale muy cara, como por cierto le saldrá al Partido Demócrata si la repite en Estados Unidos en 2020.

Después del ya citado derrumbe inicial de 2105 y 2016 el número de detenciones de personas sin papeles en la frontera entre México y Estados Unidos se eleva por el flujo creciente de centroamericanos solicitando asilo. Hacia mediados de 2018 la cifra crece hasta los 50-60 mil mensuales. Con el anuncio de hospitalidad del nuevo gobierno se disparan los números a niveles desconocidos (ver gráfica).

La nueva política del gobierno de López Obrador descansa en dos premisas falsas. La primera, la más grave, consistió en equiparar, por lo menos tácitamente, a quienes huyen hoy de la violencia y la miseria en los países del Triángulo Norte con los refugiados que abandonaron los mismos países en los años ochenta y noventa del siglo pasado por las guerras centroamericanas. Los segundos buscaban abrigo contra la represión y la guerra. En muchos casos constituían una especie de retaguardia de los grupos insurgentes en El Salvador (FMLN) y sobre todo Guatemala (UNRG). Estos últimos deseaban permanecer lo más cerca posible de la frontera, tanto para recibir a nuevos refugiados como para apoyar a los grupos guerrilleros. No pensaban asentarse en México, ni mucho menos en Estados Unidos. Los migrantes/refugiados de ahora, al contrario, lo último que desean es permanecer en Chiapas, Tabasco, Oaxaca, o en cualquier ubicación de la República mexicana. Las visas humanitarias las utilizaron para irse de inmediato al norte.

La segunda premisa falsa fue la idea de que el número de recién llegados equivaldría grosso modo al número de visas emitidas. Por desgracia, por cada visa humanitaria —15 mil en total, sostuvo el gobierno mexicano— entraban a México casi cinco extranjeros más. No querían la visa; atendían el llamado —a su buen entender— de que México ofrecía libre tránsito hacia Estados Unidos.

Un académico conocedor del tema como Tonatiuh Guillén del INAMI no podía desconocer estos hechos y antecedentes. Pero fue perdiendo batalla tras batalla, hasta su renuncia a principios de junio. En realidad Guillén, la secretaria de Gobernación y el subsecretario para Derechos Humanos habían sido derrotados desde el 22 de noviembre, antes de su propia toma de posesión.

Ese día, en Houston, se celebró la segunda reunión entre Marcelo Ebrard, el secretario de Relaciones Exteriores designado de López Obrador, y Mike Pompeo, el secretario de Estado norteamericano. Carecemos de una versión mexicana del encuentro. Al parecer el mexicano entró solo a la reunión, sin staff ni tomador de notas, salvo posiblemente su amigo Javier López Casarín. Allí Ebrard aceptó el principio del programa que se denominaría “Remain in Mexico” y accedió a casi todas las peticiones estadunidenses, a diferencia de su predecesor, que por lo menos de labios para afuera se negó siempre a admitir la firma de un acuerdo de Tercer País Seguro con Estados Unidos.1

La aceptación del esquema “Remain in Mexico” fue calificada por Pompeo, según altos funcionarios estadunidenses, como “too good to be true”. El esquema reviste varias características. La principal es que los solicitantes de asilo en Estados Unidos, después de haber pasado por su primera entrevista en la cual reivindicarían un “temor creíble” por su vida, en términos de la Convención sobre Refugiados de la ONU de 1951, esperarían en México el veredicto de la segunda y decisiva. Así, “Remain in Mexico” equivale a un acuerdo de facto de “Tercer País Seguro”, ya que la modificación de las condiciones de las entrevistas iniciales en Estados Unidos y el ritmo de devolución aseguraban que ninguna solicitud de asilo sería aceptada. Se cancelaría el derecho de asilo en Estados Unidos, a pesar de ser parte, desde 1968, de la Convención de 1951 y el Protocolo de 1967.

La espera de la segunda audiencia, debido a la saturación del sistema, pero también a una política deliberada de Customs and Border Protection (CBP), podía prolongarse más de un año. En lugar de encontrarse en Estados Unidos, en libertad, con familiares, lo harían en albergues insalubres, desprovistos de recursos, en Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez. Deberían enfrentar los peligros de algunas de las ciudades más inseguras de México, todo ello con la intención de que desistieran de su sueño de ingresar a Estados Unidos como asilados. Otra característica del programa exigía que CBP sólo atendiera unas 20 solicitudes diarias, de tal suerte que se amontonarían los solicitantes del lado mexicano.

La avalancha fue impresionante. En febrero de 2019 el total de detenidos por Homeland Security alcanzó la cifra de 75 mil; en marzo 109 mil; en abril 123 mil y en mayo 144 mil. En junio, como cada año, por el calor del verano y debido a la nueva política mexicana, descendió a 104 mil. Las autoridades norteamericanas, empezando por su máximo jefe, pusieron el grito en el cielo. En consecuencia, las autoridades mexicanas rápidamente cancelaron la expedición de visas humanitarias. Demasiado tarde. Ya estaban en camino cientos de miles de migrantes del mundo entero hacia Chiapas y la tierra prometida. “Remain in Mexico” no funcionó, porque muy pronto los centroamericanos y cubanos resolvieron ingresar sin papeles y por zonas no acreditadas a Estados Unidos, y entregarse a la Patrulla Fronteriza (BP) para solicitar asilo. Por más que deseaban devolverlos a México de inmediato, sólo podían hacerlo a cuentagotas. Entraban por centenares. El 1 de junio circuló en los medios un video de más de mil solicitantes cruzando por una brecha en Ciudad Juárez/El Paso, siendo detenidos por la BP y CBP. Trump estalló.

Según él, le había advertido ya a López Obrador que el tema era prioritario, y que estaba insatisfecho con los esfuerzos mexicanos. Su primera queja había sido presentada por su yerno, Jared Kushner, durante una cena con López Obrador en la Ciudad de México el 19 de marzo. La segunda fue transmitida en un encuentro de la secretaria de Gobernación con la titular de Homeland Security en Miami el 26 de marzo. En ambas ocasiones, según los informantes norteamericanos, los planteamientos sobre la insuficiencia de los esfuerzos mexicanos fueron extremadamente explícitos, así como sobre la necesidad imperiosa de un mayor empeño, y la propuesta, de nuevo, del Acuerdo de Tercer País Seguro, que México seguía rechazando formalmente, aunque lo había aceptado en los hechos.

Así llegamos en junio a la crisis de los aranceles y la anuencia mexicana de firmar un acuerdo de Tercer País Seguro con Estados Unidos, a cambio del desistimiento por Trump de su amenaza de imponer aranceles de 5% a 25% a las importaciones de Estados Unidos a México.

No por primera vez, pero sí de manera explícita, formal y decisiva, el gobierno mexicano aceptó realizar el trabajo sucio de Estados Unidos en su propia frontera sur. Envió más tropas al límite con Guatemala (seis mil, según el acuerdo); impidió el tránsito por México hacia Estados Unidos; bloqueó la salida de centroamericanos hacia Estados Unidos (con 15 mil guardias nacionales); y decidió recibir a todos los posibles solicitantes de asilo a Estados Unidos en su territorio (de 20 a 30 diarios en enero-mayo de 2019, hasta casi 200 al día a partir de junio). La opinión pública mexicana en un primer momento aplaudió las políticas de refoulement y de cierre de las fronteras, pero vio con malos ojos la subordinación frente a Estados Unidos, sobre todo para un gobierno autodenominado de izquierda.

En los días subsiguientes, pero antes del plazo de 45 días otorgado por Washington a México para reducir en por lo menos 20% el número de llegadas a la frontera del río Bravo y adláteres, Trump y sus colaboradores fueron dibujando los contornos de lo que sería un acuerdo definitivo. No conoceremos hasta después de la publicación de estas notas los detalles del convenio, pero podemos adelantar algunas ideas, agregando que ya Trump le restó importancia al acuerdo al anunciar una acción unilateral odiosa, probablemente ilegal, y desastrosa para México. Se trata de una imposición, aparentemente aceptada por México. A partir del 16 de julio, quienes hayan llegado a Estados Unidos procedentes de un “tercer país” que no sea el suyo, no podrán siquiera solicitar asilo en Estados Unidos. Deberán hacerlo en el país donde se encontraban antes de ingresar a Estados Unidos: básicamente México. Sólo podrán solicitar asilo en Estados Unidos si lo hicieron previamente en ese otro país, y les fue negado. La medida obligará a México a aceptar la devolución (refoulement) de decenas de miles de personas, aunque es muy probable que los tribunales rechacen la medida de Trump. Es una vergüenza, para Estados Unidos, y para México.

Volvamos a los compromisos nuestros. Primero, México hará lo necesario para reducir de manera duradera el número de extranjeros que se acerquen a su frontera norte, para alcanzar la meta del promedio de los “mejores” momentos de la primavera y el verano de 2017, es decir entre 15 mil y 30 mil al mes, incluyendo, desde luego, a mexicanos.

Segundo, México aceptará la devolución del mayor número posible de solicitantes de asilo presentes ya en Estados Unidos —cifra que pueda superar los 100 mil en 2019 y alcanzar niveles superiores más adelante— y que esperarán más o menos indefinidamente sus segundas audiencias en territorio mexicano. Ahí sus solicitudes serán rechazadas en la inmensa mayoría de los casos, confirmando así, de nuevo, la situación de Tercer País Seguro de facto.

Tercero, México impedirá como pueda la salida de extranjeros en la frontera norte hacia Estados Unidos, patrullando la línea de su lado, deteniendo a quienes se aproximen a ella y resguardando a los solicitantes en espera de audiencia en centros de detención y campamentos vigilados de salida restringida.

Por último, México desplegará a sus fuerzas de seguridad en una larga serie de puntos clave en el territorio nacional (chokepoints) donde revisará documentos de todos los transeúntes (por ejemplo, la credencial de elector en los autobuses de línea), incluyendo, de manera inevitable, a mexicanos. Habrá verificación, detención y deportación en las carreteras, La Bestia, los camiones de pasajeros, las balsas del Suchiate, los hoteles, los albergues, las iglesias: en una palabra, en cualquier lugar donde pueda haber extranjeros.

Con suerte, habilidad, cinismo y la pasividad de los medios nacionales y de la oposición, López Obrador podrá tal vez librar la acusación de haber aceptado un acuerdo de Tercer País Seguro. Ya están en marcha las trampas y mentiras para disimularlo. La primera será, si Trump lo acepta, denominar el convenio de otra forma: Primer País de Asilo, por ejemplo. La siguiente seguramente será disfrazar el acuerdo bajo un manto regional: no es sólo con México, sino con varios países. Es poco probable, aunque no imposible, que Brasil, Panamá y Nicaragua se presten a esta farsa y detengan a migrantes/refugiados procedentes de África, Haití y Cuba sin permitirles seguir su camino a México y Estados Unidos. Guatemala estuvo a punto de hacerlo, pero la Corte de Constitucionalidad del país falló que el presidente Jimmy Morales requería de la autorización del Congreso para firmar un acuerdo con Trump, y por ahora ya no sucedió. Las presiones norteamericanas sobre Guatemala serán enormes; habrá que esperar los resultados de las elecciones en ese país para conocer con precisión el desenlace. Por lo pronto, la medida unilateral de Washington afecta directamente a salvadoreños y hondureños que ya no podrán solicitar asilo en Estados Unidos: sólo en México. López Obrador no podrá decir que aceptó un acuerdo regional de Primer País de Asilo. Las consecuencias para los interesados, y para México, serán idénticas.

Finalmente, el gobierno mexicano seguirá insistiendo en su mítico Plan de Desarrollo Integral para Centroamérica, a pesar de que nunca recibirá financiamiento norteamericano, y por tanto será nonato, como todos los esquemas anteriores. Conviene recordar que el primero —el llamado Acuerdo de San José— fue firmado por José López Portillo y Luis Herrera Campins de Venezuela en 1980, y se basaba en un descuento de 30% en el precio del petróleo que pagaban los países centroamericanos y del Caribe. No sobrevivió a la crisis mexicana de 1982, pero fue un buen intento. El segundo partió del llamado Mecanismo de Tuxtla Gutiérrez, creado por Ernesto Zedillo, y que se transmutó en el Plan Puebla Panamá de Vicente Fox. Todos partieron de la evidente necesidad de cooperar con el desarrollo de países menos prósperos que México, que padecía de una manera u otra los efectos del retraso de sus vecinos. Todos fracasaron, o no vieron la luz del día, por la misma razón: falta de financiamiento. No existe razón alguna para suponer que sucederá algo distinto en esta nueva versión.

Por desgracia, las primeras consecuencias para un México aterrado que tomó la decisión de realizar el trabajo sucio de Trump aparecieron de inmediato. Las fotos de agentes de migración mexicanos arrancando a niños de los brazos de sus padres para conducirlos a centros de detención en Tapachula indignaron a algunos. Las de militares mexicanos en Ciudad Juárez cerrando el paso hacia Estados Unidos a una mujer hondureña y sus dos hijas, también. Y la toma del padre salvadoreño ahogado, junto con su hija de dos años abrazándolo, dio la vuelta al mundo. Las imágenes del trabajo sucio han hecho la denuncia de una terrible realidad mucho antes que sesudos análisis o alarmantes informes de Amnistía Internacional o Human Rights Watch.

Otras implicaciones de la terrible nueva normalidad migratoria entre México y Estados Unidos son las siguientes: México sigue siendo un país expulsor de emigrantes. Los altos funcionarios y epígonos del nuevo gobierno se han entusiasmado tanto, y estudiado tan poco, con la tesis de “net zero”, que olvidan un hecho fundamental. Por varios motivos estadísticos y jurídicos es posible que el flujo indocumentado saliente de México haya disminuido desde la recesión de 2009. Pero sigue siendo enorme, tanto con papeles (cada vez más) como sin ellos: más de 200 mil al año. Ningún país del mundo envía a tanta gente a Estados Unidos, y la tendencia parece incrementarse de nuevo. Los 12 millones de ciudadanos mexicanos en Estados Unidos, con o sin papeles, superan de lejos al número de nacionales de cualquier otro país. Padecen el mal trato, el racismo, la discriminación, las amenazas y las realidades de la deportación, las detenciones arbitrarias y lo que se llama “racial profiling” o preidentificación racial.

Este tema, que forma parte del recurso de inconstitucionalidad presentado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos ante la Suprema Corte a propósito de las leyes que crearon la Guardia Nacional, es muy conocido en Estados Unidos. Se trata de la práctica, común entre policías municipales, estatales y algunas agencias federales, de detener, interrogar y verificar los documentos de personas que “parecen” sospechosas, indocumentados, mexicanos, centroamericanos, terroristas musulmanes o árabes. Es ilegal en Estados Unidos, pero igual sucede. La razón de la ilegalidad es parecida a la que existe también en México: no hay una cédula nacional de identidad. A priori ¿cómo saber si un peatón o conductor es “legal” o “ilegal”? Sólo exigiendo papeles que no son de portación obligatoria, de alguien que “parece” extranjero. Eso es lo que ahora se le pide a los pobres integrantes de la Guardia Nacional, que no tienen, ni deben tener, idea alguna de cómo proceder.

¿Quiénes son los no-estadunidenses a quienes afecta el “racial profiling”? De manera aplastante, mexicanos. Con todos estos procedimientos infames emprendidos por el gobierno mexicano en territorio mexicano se socava, si no es que se destruye, el discurso protector de los mexicanos en Estados Unidos. Esto se antoja especialmente grave ante la perspectiva de deportación, anunciada por el gobierno de Trump, de un millón de “ilegales” que ya han recibido órdenes de “final removal”, es decir, que han agotado sus recursos jurídicos. Más de la mitad serán inevitablemente mexicanos. Se puede tratar de un nuevo bluff de Trump… o no. Si le reclamamos a Trump la deportación, nos responderá con toda la razón: “No se hagan tontos; hacemos lo mismo ustedes y nosotros; a cada quien sus deportados”.

En segundo lugar, haber aceptado el ultimátum de Trump entrañó desde el primer día, e implicará a futuro, un grave deterioro del respeto a los derechos humanos en México. Traerá consigo un auge en el precio que pagan y el peligro que enfrentan los migrantes que, a pesar de las amenazas de AMLO y Trump, seguirán abandonando sus países. Detenciones, hacinamientos en centros de detención, violaciones, extorsión: los nuevos integrantes del INAMI y de la GN no tienen por qué ser muy distintos a sus predecesores (muchos de los cuales son y serán los mismos). Es un drama doble: humanitario y de imagen; los dos, demoledores para el país.

En tercer término, corremos el riesgo de jalar demasiado una cobija que sigue sin alcanzar para todos. Esto puede o no haber sucedido en 2015, cuando a la par de la contención migratoria se produjo un aumento de los homicidios dolosos en México que se volvería después dramático, y que dura hasta ahora. Tal vez aquel aumento se debió en parte al despliegue de fuerzas de seguridad en el sur a partir de septiembre u octubre de 2014. Ahora, el gobierno ha enviado más efectivos, a las dos fronteras, con un umbral de homicidios mucho más elevado que el de 2014. Es posible que nos llevemos otro susto por este motivo.

En cuarto lugar, podemos colocarnos del lado equivocado en un diferendo legal dentro de Estados Unidos. La American Civil Liberties Union, con otras organizaciones de derechos humanos, demandó a la administración Trump por el programa “Remain in Mexico”. No existe aún un fallo definitivo, pero la ACLU puede ganar, y Trump puede perder. Nosotros perderíamos también con él, porque con él nos alineamos.

En quinto lugar, finalmente, todo esto puede acarrear la ruptura del viejo axioma según el cual, con la excepción de algunas áreas —la guerra contra el narcotráfico, la política macroeconómica desde 1982, la seguridad de Estados Unidos en México— Washington dejaba que México fuera gobernado por los mexicanos. Con la preeminencia del factor migratorio, cuyo control implica un dominio territorial en toda la República y un despliegue de fuerzas de gran envergadura; con la decisión de López Obrador de evitar a toda costa cualquier conflicto con su vecino; con la debilidad económica del país debido a múltiples causas, entre otras los errores de política económica del gobierno; con lo imprevisible, errático y carente de límites de Trump, es posible que Estados Unidos entre en un proceso de microgestión de la política de seguridad y de control territorial de México.

Es innegable que la postura de AMLO frente a los migrantes —no necesariamente ante Trump— goza de una fuerte popularidad en México. Todos los países del mundo son xenófobos en mayor o menor grado; el nuestro no es excepción. La gente ve bien que se deporte a los centroamericanos, que no se les permita el paso por territorio mexicano; y que se les impida entrar a Estados Unidos si a cambio evitamos un conflicto comercial con Trump. Si ésta fuera la única consideración, no hay duda de que AMLO procedió de la única manera posible. Sin embargo, lo popular no es siempre lo correcto.

La política adoptada por López Obrador frente a la crisis migratoria, comercial y de seguridad con Trump, en buena medida autoinfligida, tiene un antecedente célebre, y un nombre en inglés. Quedar bien a toda costa, evitar un conflicto a cualquier precio, frente a un bully agresivo que se sabe no desistirá de sus agresiones, desde 1938 se llama appeasement (mal traducido como apaciguamiento). Cuenta con un origen: la postura de Neville Chamberlain y de Edouard Daladier en Múnich en 1938 frente a Hitler en torno a la ocupación de los Sudetes. Chamberlain se vanaglorió de su triunfo (“He traído la paz para nuestra época”). Daladier, más cínico y perspicaz, al contemplar la multitud que lo aclamaba cuando aterrizaba en Le Bourget, le confió a su colaborador Aléxis Léger, el poeta Saint-John Perse: “¡Estos pinches tarados!”.

1 Tercer País Seguro: concepto usado como parte de los procedimientos de asilo para transferir la responsabilidad del examen de una solicitud de asilo de un país de acogida a otro país que es considerado “seguro” (es decir, capaz de proporcionar protección a los solicitantes de asilo y los refugiados). Esta transferencia de responsabilidad está sujeta a ciertos requisitos que se desprenden del derecho internacional, en particular el principio de no devolución. ACNUR https://bit.ly/30R3Zmk.

La Tragedia

Los dos tiroteos o masacres del sábado en El Paso y Dayton, en , responden a muchos factores que ya han sido expuestos y denunciados desde hace tiempo. Existe un conjunto propio de todos los trágicos y odiosos episodios que se reproducen una y otra vez. Y en el caso de la ciudad texana, se suma un ingrediente nuevo.

The New York Times publica el domingo un largo artículo subrayando lo que ya se ha demostrado, pero que ahora conviene reiterar. La única correlación existente entre masacres de ésta naturaleza y un factor explicativo constante a escala internacional es el número de armas. No hay más locos en Estados Unidos que en otros países; no conforman una sociedad más violenta, medida por asaltos, violaciones, secuestros, etc. Lo que hay son más, muchísimas más, armas en Estados Unidos que en cualquier otro país del mundo. Mientras eso no cambie, o no se impongan controles mucho más rigurosos a su venta, posesión y uso, proseguirán los horrores, y por las mismas razones.

Lo nuevo, lo específico de la tragedia de El Paso, no es sólo que hayan muerto siete mexicanos, y hayan resultado heridos otros siete (las cifras pueden cambiar en estas horas). Recordemos que gracias a la guerra del narco mueren ahora en promedio cien mexicanos todos los días, en .

Lo verdaderamente nuevo yace en la intención manifiesta del asesino. Quería matar mexicanos, y viajó desde Dallas hasta la ciudad fronteriza porque “allí hay más mexicanos”. No es producto de la casualidad el número de mexicanos abatidos; es el resultado de una acción deliberada y consciente, divulgada en un manifiesto subido a redes sociales poco tiempo antes de la barbarie en Walmart.

Ahora bien, ese acto espantoso y explícitamente reconocido por el asesino, es a su vez producto de otra cosa. Se llama el discurso del odio. Los progresistas, latinos, demócratas, católicos, etc., en Estados Unidos, tienen toda la razón cuando denuncian la responsabilidad de en este crimen. El delirio racista y xenófobo del criminal es una consecuencia del discurso racista y xenófobo de Trump desde hace ya cuatro años, cuando bajando la escalera mecánica de su edificio en Nueva York, acusó a los mexicanos de ser violadores y narcotraficantes.

No ha cesado desde entonces, incluso la semana pasada, cuando se refirió a los centroamericanos en la frontera, a los negros de Baltimore, o a las legisladoras del “escuadrón” en los términos deplorables que todos conocemos.

En muchos países del mundo el discurso del odio se encuentra prohibido. En Estados Unidos, gracias a la primera enmienda a la constitución de 1787, no es el caso. En México, tampoco. Aquí cada quien puede, y es, tan antisemita, racista o despectivo en público o privado, como se le da su regalada gana. Pero nadie debe llamarse a engaño: el meollo de la tragedia de El Paso reside en el discurso del odio de Trump.

Peña Nieto, Claudia Ruiz Massieu y Luis Videgaray nunca consideraron conveniente responderle al precandidato Trump (para no hacerle el caldo gordo), al candidato Trump (para no meternos entre las patas de los caballos), o al presidente Trump (para no hacer peligrar otros temas de la relación bilateral). Prefirieron permanecer callados. López Obrador y Ebrard, con la excusa absurda de la no intervención y de su absoluto pavor ante Estados Unidos, tampoco han buscado contestar. Ahora nos salen con una bola de tonterías, llegando hasta pedir la extradición de Patrick Crusius, y de hablar de terrorismo antimexicano, pero olvidando el discurso del odio antimexicano y su principal vocero.

Es como si ante un discurso antisemita explícito y vociferante del presidente de Hungría, por ejemplo, y ante la masacre de una decena de judíos en Budapest, el Estado de Israel protestara contra la legislación de armas en Hungría, llamara a “lograr la paz, nada del uso de armas, de fuego, destructivas, amarnos, querernos unos con otros, no odiarnos, hacer a un lado la discordia, buscar siempre la unidad de todos los seres humanos. Abrazos no balazos.” (AMLO, ayer, según Reforma), y divagara con interponer una “denuncia, la primera en su tipo, por terrorismo en contra de nacionales de México en territorio de Estados Unidos.” Pero sin jamás mencionar el discurso anti-semita recurrente del presidente de Hungría. Hasta a Netanyahu lo lincharían en Israel por una actitud semejante.

¿La Socialdemocracia Puede Salvar A La Democracia?

En estos días hay un debate en el interior del Partido Demócrata estadounidense sobre qué tipo de candidato puede derrotar a en las elecciones presidenciales de de 2020. Un candidato centrista atraerá a los electores republicanos moderados, pero tal vez desmovilice a los demócratas jóvenes, con estudios universitarios y pertenecientes a minorías. Un candidato más emocionante, tal vez más radical, movilizará a los demócratas, pero ahuyentará a los republicanos moderados. Desde la perspectiva de un extranjero, el debate es una señal de un cambio histórico.

Desde la perspectiva de un ciudadano del país que probablemente ha sufrido más por las políticas de Trump, esta discusión interna es señal de un cambio histórico. A largo plazo, el viraje del Partido Demócrata a una identidad más socialdemócrata puede significar algo más que solo derrotar a Donald Trump en 2020. Este es el aspecto más interesante y atractivo de esta campaña presidencial estadounidense. Los recientes debates presidenciales democráticos revelaron que el centro de gravedad del partido se ha desplazado hacia la izquierda: los miembros más liberales parecen cada vez más socialdemócratas y los más moderados, cada vez más liberales.

El movimiento socialdemócrata se originó en Alemania a finales del siglo XIX, con Otto von Bismarck, el primer canciller de ese país. Después proliferó y floreció en Europa occidental como un antídoto contra la violencia de la Revolución rusa, el surgimiento del comunismo totalitario y la destrucción ocasionada por las dos guerras mundiales.

En Europa, y más tarde en América Latina, los gobiernos se enfocaron en la función del Estado para regular las economías de mercado, proteger a los sectores más vulnerables de la sociedad, intentar reducir la pobreza y la desigualdad —en la medida de lo posible— con un modelo capitalista, defender el medioambiente y fortalecer los sindicatos, los partidos de los trabajadores y las instituciones progresistas.

Estados Unidos no siguió esa corriente, en gran parte porque no enfrentó los mismos desafíos. El modelo de libre mercado estadounidense —más desregulado, en el que cada quien actúa en aras de sus intereses— funcionó durante años sin partidos laboristas ni sindicatos fuertes, con una intermediación reducida y distante del Estado en el mercado y la sociedad, y con la exclusión de sectores importantes de los habitantes de esa sociedad.

El Nuevo Trato de Franklin Delano Roosevelt puede considerarse una respuesta semisocialdemócrata a la Gran Depresión; pero no perduró. Hasta la elección de Ronald Reagan en 1980, el crecimiento constante de la de Estados Unidos mantuvo la desigualdad a niveles bajos y la clase media prosperó. Los estadounidenses podían darse el lujo de tener un Estado benefactor más pequeño y menos costoso debido a su clase media rica. Después de la década de los ochenta, eso comenzó a cambiar.

Europa ha logrado controlar la desigualdad mucho mejor que Estados Unidos. Los sistemas fiscales redistribuyen el ingreso entre todos los países e incluyen beneficios generosos como seguridad social, servicios médicos y prestaciones por desempleo. Hoy, después de cuatro décadas de aumento de la riqueza y la polarización del ingreso, de mayor tensión racial y desafíos internos cada vez más grandes, un sector del electorado estadounidense por fin está buscando implementar lo que los europeos construyeron a lo largo del medio siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Las condiciones que hicieron posible que Estados Unidos funcionara sin un Estado de bienestar extenso, generoso y costoso pero muy popular han ido desapareciendo poco a poco.

Paradójicamente, es posible que el auge de la socialdemocracia en Estados Unidos evite que muera en Europa. A excepción de España, los partidos socialdemócratas están perdiendo impulso en el Viejo Continente. Los experimentos socialistas moderados en Brasil y Chilehan perdido terreno al sur del río Bravo, en tanto que a la versión mexicana no le está yendo bien.

La esperanza de que la socialdemocracia por fin llegue a Estados Unidos se deriva de posturas que están adoptando los contendientes que buscan la candidatura del Partido Demócrata. Por primera vez desde Roosevelt y el Nuevo Trato, los candidatos demócratas están proponiendo políticas enfocadas en reducir la desigualdad, ayudar a los pobres, impulsar a los jóvenes, proteger a los ancianos y considerar los problemas de raza en un contexto distinto. De hecho, ideas que en 2016 se consideraban radicales o extremas, ahora se han vuelto parte de la conversación de la corriente dominante.

Los servicios médicos universales o Medicare para todos, ya sea con un pagador único o mediante una opción privada para aquellos que lo prefieran, cuesta muchísimo dinero. Lo mismo puede decirse del cuidado infantil universal y gratuito, así como de la licencia parental para todos, prestaciones fundamentales ahora, cuando como nunca antes hay más padres y madres que trabajan fuera de casa. Casi todos los contendientes demócratas a la candidatura apoyan el aumento al salario mínimo a quince dólares por hora y la educación pública superior gratuita. El financiamiento de estas propuestas requiere medidas típicamente socialdemócratas: elevar los impuestos actuales o crear nuevos.

Es probable que, si un candidato comprometido con muchas de estas ideas resulta electo, no sea capaz de cristalizar estas promesas. Sin embargo, en conjunto, estas propuestas representan un cambio de 180 grados en la estadounidense. En las elecciones intermedias, los votantes ya eligieron a dos congresistas que se identifican como socialistas. Una encuesta reciente de Fox News reveló que aumentar los impuestos a las personas que ganan más de 10 millones de dólares anuales tiene un amplio bipartidista. El nuevo pacto verde puede no ser tan aceptado como otras propuestas en muchos sectores del electorado, pero las encuestas demuestran que la mayoría de los posibles electores demócratas lo apoyarían.

Desde la Revolución rusa, el experimento socialdemócrata ha sido el antídoto más eficaz contra el socialismo autoritario: demostró que era posible tener una clase trabajadora próspera. Ahora, la posible llegada de ese mismo experimento a Estados Unidos bien puede ser la mejor respuesta al desafío autoritario y populista que está surgiendo en la derecha, desde Hungría hasta Brasil, desde el Reino Unido hasta Sudáfrica. La mejor respuesta a los innegables aspectos negativos de la globalización, la creciente desigualdad y el miedo al otro es más , más políticas sociales, más igualdad.

La Autonomía De Las Instituciones En La Era De La 4T

La destitución del anterior director del Coneval dio pretexto a Andrés Manuel López Obrador para lanzar una discusión sobre –y proseguir con su cruzada contra– los entes autónomos en . Más allá del debate a propósito de los años –casi catorce– durante los cuales Gonzalo Hernández Licona permaneció al frente del órgano evaluador de la pobreza, de las virtudes de la austeridad republicana en instituciones de esta naturaleza, y de la posible coincidencia de la salida del titular con la inminente publicación de las cifras de pobreza, y luego de desigualdad, de 2018, AMLO planteó un dilema más de fondo.

En los países democráticos –ricos, pero también pobres, como la India– desde hace decenios si no es que más, se ha tratado de establecer una diferencia entre Estado y gobierno. El gobierno cambia con cada elección; el Estado permanece. ¿Que permanece? Lo obvio, desde luego: el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, las fuerzas de seguridad, el fisco, etc. Pero con el advenimiento de la modernidad y la complejidad de las sociedades del siglo veinte, se vio como la vieja separación de poderes no bastaba. Fue creciendo la lista de entes estatales cuyos empleados, funciones e inclinaciones escapaban a la alternancia de gobiernos, al vaivén natural de las elecciones, al estado de ánimo de la opinión pública.

Se nutrió el conjunto de instituciones autónomas, independientes o “estatales”. En la mayoría de los países democráticos, el banco central, por ejemplo, tendió a adquirir un carácter propio, separado del gobierno de turno. La mayoría de los órganos reguladores –de competencia, de los mercados financieros, de comunicaciones, de salud, de ciertas industrias (la aviación, por ejemplo)– pasaron a adquirir esa autonomía. Se pensaba que sus características técnicas, apolíticas y “desideologizadas” permitían y exigían este tipo de independencia. Nunca fue del todo real la versión según la cual se trataba de instituciones por completo externas al ámbito de la , sobre todo los bancos centrales, por ejemplo, pero eran más “externas” que otras.

En los países menos ricos y que durante los últimos años del siglo veinte fueron saliendo de la penumbra autoritaria –en América Latina, en Asia y en África– se buscó ampliar el espectro de la autonomía por otras razones. Muchos partidarios y luchadores por la temían que hubiera un retroceso en las transiciones en curso, y buscaban asegurarse lo más posible que el Estado dependiera lo menos posible del gobierno. Fue el caso en México, desde luego, pero en muchos otros países también.

El caso más evidente en nuestro país fue el Instituto Federal Electoral, en vista de la larga historia de fraude en materia comicial que había padecido México. Otros fueron el INEGI, gracias a la manipulación estadística por parte del antiguo régimen, y muchos de los entes que fueron surgiendo ya sea en el contexto de la democratización del país, ya sea a raíz de los convenios internacionales que firmamos. La proliferación sin duda fue excesiva; se produjeron varias duplicaciones de funciones; cada órgano tendió a adquirir vida propia, con las consabidas consecuencias: mayor presupuesto, mayor burocracia, expansión de competencias y facultades, etc. Eran gajes del oficio, que debían y deben corregirse, pero que correspondían a una etapa de la vida del país y a reclamos justos de una sociedad profunda y justificadamente desconfiada de sus gobiernos.

Hoy López Obrador busca debilitar, neutralizar o suprimir los entes autónomos justamente por las razones que les dieron vida. Estorban para gobernar; acotan los mandatos y los márgenes de maniobra de cualquier gobierno, sobre todo de los más propensos al cambio radical. Para eso sirven: para permitir la alternancia al limitar las alternativas. Al igual que los tratados internacionales, son especies de camisas de fuerza que los países democráticos se colocan a sí mismos para reducir la tentación de bandazos en distintos ámbitos. Hay cosas que a pesar de los resultados electorales, simplemente no se pueden.

En ocasiones, como el Brexit en el Reino Unido, las sociedades se rebelan contra entes autónomos supranacionales y dicen basta. En otros momentos, se exige el fin de la autonomía de instituciones “salvajes”; es decir, que se han vuelto autoritarias y por completo carentes de rendición de cuentas. ¿Hemos llegada a eso en México? ¿O la embestida de AMLO corresponde únicamente a su afán de eliminar contrapesos?

Tercer País Seguro: ¿No Que No?

La decisión de de imponer el status de Tercer país seguro a y Guatemala por la vía unilateral debiera ser inaceptable para el gobierno de López Obrador. No tiene sentido tratar de disimular el hecho: eso implica el Interim Final Rule, publicado en el Diario Oficial de .

A partir de ayer, ninguna persona que llegue a Estados Unidos y solicite asilo, habiendo pasado por un “tercer país” que no sea el suyo (un guatemalteco, salvadoreño, hondureño o cubano, por ejemplo, pasando por México) podrá siquiera solicitar asilo, a menos de que lo haya solicitado antes en el “tercer país” y se le haya negado.

A diferencia de lo que declararon –equivocadamente– los funcionarios mexicanos a propósito del acuerdo entre Estados Unidos y Canadá, los “trámites” no se desahogarán en México, por la sencilla razón de que ya no habrá trámites. El no-mexicano, no-norteamericano, que entre a Estados Unidos por los puentes o las brechas, será inmediatamente devuelto, sin audiencia preliminar, mucho menos con audiencia definitiva ante un juez.

¿Devuelto a dónde? Aquí es donde todo se complica. México da a entender, sin afirmarlo, que el hondureño será devuelto por Estados Unidos a Honduras, supongo que por avión, ya que la vía terrestre necesariamente pasa por México y Guatemala. Washington da a entender que el hondureño será devuelto a… México, para ver que hace López Obrador con él. Ya no se encontrará en espera de su audiencia, porque ya no habrá audiencia. En todo caso, el hondureño podrá solicitar asilo en México, o hacerle como quiera. En junio, cuando descendieron las cifras, más de 100 mil personas fueron detenidas por las autoridades norteamericanas en la línea.

¿Qué pasó? ¿Por qué se quedó en letra muerta el acuerdo de junio entre Ebrard y Pompeo? ¿A qué se debe que Washington haya decidido proceder unilateralmente para declarar a México Tercer país seguro si se suponía que ese debía ser fruto de la revisión de cifras y de negociaciones? Aventuro una hipótesis, basada en un artículo publicado on line por Jonathan Blitzer en la revista The New Yorker, anteayer.

Estados Unidos venía presionando fuertemente a Guatemala para firmar un acuerdo de Tercer país seguro que obligara principalmente a salvadoreños y hondureños a solicitar asilo en Guatemala antes de ingresar a México o a Estados Unidos. El domingo pasado, el documento ya había sido finiquitado, e incluía una serie de cláusulas muy excesivas, que según el autor de la nota, los guatemaltecos ni siquiera habían asimilado y que iban mucho más allá de lo negociado. El presidente Jimmy Morales, ya a menos de seis meses de su salida, pensaba volar a Washington el domingo para firmar el texto con Trump el lunes.

Pero diversos sectores de la sociedad civil y de la oposición guatemalteca habían interpuesto varios recursos de inconstitucionalidad ante la Corte de Constitucionalidad de Guatemala. Afortunadamente eso no va a suceder en México, en relación a temas tan secundarios como la ; aquí la sociedad civil, la oposición y la Suprema Corte tienen cosas más importantes que hacer. Y milagrosamente, la Corte falló que Jimmy Morales no podía firmar el acuerdo con Trump sin la autorización previa del Congreso, la cual era imposible por carecer Morales o el próximo presidente de una mayoría en dicho Congreso.

Se canceló el viaje presidencial a Washington, la firma del acuerdo y todo el tinglado del acuerdo regional de Tercer país seguro. Dicho acuerdo había sido anunciado por Ebrard como taparrabos por si López Obrador no resistía la presión de Trump y accedía a lo que quisiera al cabo de los 45 días de prueba. Ya no iba a ser posible, por ahora. Trump montó en cólera con los guatemaltecos, y decidió proceder por la vía unilateral, y llevarse a México de corbata, sin que el gobierno mexicano objetara en lo más mínimo.

Dos comentarios finales. Parece que no están muy contentos los norteamericanos porque después de la caída de las cifras de aprehensiones en junio, la semana pasada volvieron a crecer. Segundo, el corresponsal de Reforma en Washington especula por Twitter que la esperanza de México descansa en los recursos jurídicos que interpondrán grupos como la American Civil Liberties Union. Invocarán el artículo 1158 de la Ley de Inmigración y Nacionalidad, Asilo, inciso (a), Autoridad para solicitar asilo, Apartado 2, Excepciones, inciso (A), Tercer País Seguro: “El párrafo 1 no se aplicará… si el extranjero puede ser deportado en aplicación de un acuerdo bilateral o multilateral con otro país.” Al día de hoy no hay tal acuerdo.

Arrancan En Estados Unidos

La campaña presidencial en para el 2020 ya arrancó. El martes 18, lanzó su intento de reelección, con un mitin multitudinario e incendiario en el estado de Florida; los primeros debates entre los candidatos demócratas tendrán lugar el 25 y 26 de junio; tal y como era previsible y como ha sido el caso desde hace algún tiempo, el proceso comienza con un año y medio de anticipación.

En 2015, cuando Trump inició su búsqueda de la presidencia, fui de los pocos que a lo largo del año y medio siguiente especulé que era factible la victoria de Trump. Me mantuve en lo dicho hasta un mes antes de las elecciones, cuando junto con muchísimos otros integrantes de la comentocracia mundial, y en particular de Estados Unidos, me fui con finta de las encuestas nacionales. Todos los expertos, en particular Nate Cohn de The New York Times, vaticinaron que Hillary Clinton no sólo obtendría una mayoría significativa del llamado voto popular, sino que también esgrimía una probabilidad de más de 80% de ganar con el triunfo en el llamado Colegio Electoral. Debí haber confiado más en mi intuición que en los especialistas, pero son errores que uno comete.

Ahora bien, la mejor manera de no cometer errores es no atreverse a tomar partido, o a intentar algún tipo de pronóstico. Por lo tanto, fiel a mí mismo, es decir, temerario o incluso irresponsable, le entrego al lector algunas ideas para el 2020. En primer lugar, creo que la reelección de Trump no está asegurada; me atrevería a decir que es altamente improbable, si no es que imposible, que obtenga un segundo periodo presidencial. Sé que esto es relativamente contraintuitivo y, en alguna medida, contra la historia.

Primero lo contraintuitivo. Con una pujante y posiblemente a salvo de una antes de los comicios de noviembre de 2020, Trump cumple con una de las condiciones sine qua non para ser reelecto: una buena gestión y desempeño económicos. En segundo lugar, no hay una guerra en curso o inminente; tampoco se vislumbra algún escándalo mayúsculo –es decir, mayores a los que ya ha vivido– que pueda hundirlo de aquí a entonces. En términos generales, con la economía hacia arriba, la inflación hacia abajo, el desempleo en los menores niveles desde hace medio siglo, debe de ganar. Históricamente, en tiempos recientes, sólo dos presidentes han fracasado en su intento reeleccionista: Jimmy Carter en 1980, y George H. W. Bush en 1992. Se podría agregar a la lista, de alguna manera, a Harry Truman, que no se presentó en 1952 y a Lyndon Johnson que no lo hizo en 1968. Pero la norma es que, en efecto, presidente en funciones es reelecto.

Los apostadores y demás expertos le siguen dando a Trump una posibilidad de casi 60% de ser reelecto, en buena medida por la marcha de la economía y por la historia justamente. Pero todo esto puede no significar gran cosa si revisamos otras cifras y tendencias históricas.

En primer lugar, en todas las encuestas nacionales, el principal candidato demócrata en este momento, el exvicepresidente Joe Biden, le saca una ventaja de aproximadamente 10 puntos a Trump. Esto es entre tres y cuatro veces más que la ventaja que obtuvo Hillary Clinton en el voto popular en 2016. De mantenerse esta tendencia, no existe posibilidad aritmética de reparto de los votos en los cincuenta estados para que Trump vuelva a compensar por su derrota en el voto popular con un triunfo exiguo en algunos estados importantes para el Colegio Electoral. En segundo lugar, la popularidad de Trump, o su nivel de aprobación, nunca ha rebasado los 41-42 puntos desde que llegó a la presidencia, que es un porcentaje semejante al que obtuvo en la elección de 2016. No existe ninguna razón para pensar que pueda rebasar ese umbral ahora. La economía podrá seguir funcionando bien, pero ya lleva dos años haciéndolo; los escándalos podrán no afectarlo, pero tampoco van a desaparecer; y, lo que vuelve odioso a Trump para un sector importante de la sociedad norteamericana desde 2016, tampoco va a desaparecer. Por último, en materia de encuestas, en los cuatro o cinco estados decisivos, ya sean números públicos, o aquellos de la campaña del propio Trump, muestran que cualquier candidato demócrata lleva una ventaja importante en dichas entidades federativas.

¿A cuáles me refiero? A las que le dieron la victoria en 2016. Primero Florida, quizás la joya de la corona, donde en este momento lleva una desventaja de casi diez puntos con relación a Biden. En seguida, Pennsylvania –de donde es oriundo Biden, y donde ha instalado la sede de su campaña-: ahí también la ventaja es de casi diez puntos. Luego siguen Michigan y Wisconsin, como estados absolutamente decisivos, y en menor medida, Ohio y Iowa. Todos estos estados los ganó Obama tanto en 2008 como en 2012, y en teoría debieron haberse colocado en la columna demócrata en el 2016, pero por los errores de Hillary Clinton no fue el caso. Si en dos o tres de estos estados, ya sin hablar de los cinco o seis, Trump pierde, su reelección es casi matemáticamente imposible.

Pero la razón más importante por la cual un demócrata va a ganar, en mi opinión, es por la polarización del electorado. De la misma manera que los dos periodos de Obama incendiaron el resentimiento de amplios sectores de la población blanca sin educación universitaria y mayor de 50 años. La presidencia de Trump ha encendido los ánimos de todos los grupos perjudicados por él. Se trata de una serie de minorías, o cuasi mayorías, que han mostrado una propensión a movilizarse y participar en las distintas elecciones intermedias que, si eso es premonitorio, saldrán a votar en masa en 2020. En primer lugar, desde luego, la población afroamericana; en segundo lugar, los latinos; en tercer lugar, los asiáticoamericanos; en cuarto lugar, las mujeres con educación universitaria y menores de 50 años; y en quinto lugar, los exdemócratas blancos, con , y de alrededor de 50 años que votaron por Obama, luego por Trump, y ahora volverán con cualquier candidato demócrata. En 2018, 30% de los votantes perteneció, o bien a la minoría afroamericana, o bien hispana, o asiática. Si su participación es igual o superior a la de hace un año, de nuevo la victoria de Trump se vuelve matemáticamente casi imposible.

¿Así va a suceder? Obviamente es imposible saberlo a ciencia cierta. Existen varios obstáculos. El principal de ellos es que los demócratas logren alinear una mancuerna a la vez consensual, equilibrada y que atienda las dos exigencias relativamente contradictorias del electorado: posiciones avanzadas, muy progresistas, de reformas de fondo de la sociedad norteamericana, por un lado; y un candidato centrista, que dé seguridades a los sectores más moderados del electorado demócrata y algunos republicanos, y que no podrá ser teñido de socialista por Trump. Este es mi vaticinio, lo comentaremos a principios de noviembre del 2020.

La Marcha de la Oposición

La marcha del domingo en contra del gobierno de Andrés Manuel López Obrador –cacerolista o no– revela una primera reacción interesante frente a un gobierno que lleva tan solo cinco meses. Los partidarios de pueden alegar, con algo de razón, que se trata de una reacción reaccionaria, valga la redundancia, es decir, de los sectores fifí o conservadores, o de clase media alta, pero de todas maneras es algo que no habían visto. Los partidarios de esta oposición al gobierno, como es mi caso, aunque no haya asistido a la manifestación, podemos alegar que no se había visto una protesta antigubernamental tan pronto en un sexenio como ahora.

¿Qué es lo que está sucediendo? En primer lugar, una respuesta compleja, contradictoria, difícil de entender de un sector importante de la población, principalmente de la Ciudad de , que no ve con buenos ojos lo que ha venido sucediendo. En segundo lugar, un principio de aceptación de la protesta: se empieza a volver políticamente correcto o aceptable el no estar de acuerdo con la 4T, aunque tenga los supuestos niveles de popularidad que se dicen.

Parece que la realidad se empieza a constituir en la principal fuente de oposición al régimen. Desde la escasa creación de empleos, hasta el subejercicio del gasto –entre otros rubros en salud, por ejemplo– pero también para la clase media en lo que se refiere a un 10% de caída en la compra de automóviles, la única oposición verdadera al gobierno de López Obrador empieza a manifestarse.

No va a verse con claridad esta oposición, o este descontento o este rechazo, hasta que la realidad empiece a afectar a la gente, y hasta que las promesas o anuncios de López Obrador se compruebe que son irrelevantes. Es el gobierno del “vamos a”. Pero lo que es real es que el gobierno empieza a enfrentar una serie de contradicciones y de reveses que son difíciles de justificar.

Creo que todavía tiene tiempo el régimen para seguir disfrutando de su luna de miel en materia de aprobación y favorables en las encuestas. Pero no tanto. Pronto aparecerán las encuestas que indiquen, que como tenía que suceder con este gobierno o con cualquier otro, los números empiecen a descender. Entiendo que no se puedan publicar todos, pero si no se publican, se filtran.

Empieza a llegar un primer momento de la verdad.