Una de las cosas que hace feliz al ser humano es su arreglo personal. Así, descubrimos que los hombres del México prehispánico tenían por hábito afeitarse la cara y para ello utilizaban navajas de obsidiana. La vanidad de las mujeres era satisfecha con espejos elaborados con piedra pulida. Entre los varones se usaba el tatuaje y pintura del cuerpo con alquitrán, mientras que las mujeres ennegrecían el cabello con semillas del fruto del mamey y, como una curiosidad más: se pintaban las uñas. Los hombres lucían pectorales y las mujeres collares de barro cocido, madera, hueso, concha, jade, amatista, ámbar, cristal de roca, azabache, pirita u oro, de acuerdo a su condición social.
El color, las texturas de telas, la posición de peinetas o alfileres, y la de los lunares, al igual que la ubicación de anillos, etc., comunican sin palabras lo que se quiere expresar y así, como algo curioso, le diré que las europeas del Siglo XVIII daban un cierto significado a los lunares, según su colocación, pero le aclaro que tales lunares eran hechos con tela y les llamaron «moscas». Las ardientes se lo ponían en el rabo del ojo, las inquietas en un hoyuelo de la mejilla, las recatadas en la barba, las deseosas de un beso en la comisura de los labios, las que se consideraban superiores lo colocaban en la frente y por supuesto también existieron los lunares «encubridores», es decir, los que disimulaban algún granillo indiscreto pero que obviamente desconcertaban a los galanes, pues podían llevarse una sonora bofetada si no adivinaban que la dama en cuestión quería un beso o solo ocultaba el grano en la comisura de su labio.