“¡Hemos venido aquí a ganar Texas!”. se dirige a un grupo de unas 300 personas en una plaza en el centro de San Antonio, una de las principales ciudades del Estado sureño. Cuando arenga sobre una victoria demócrata en este gran feudo republicano, los seguidores empiezan a corear su nombre. Es viernes, 13 de diciembre, y el vicepresidente de la era Obama ha hecho un alto en sus frecuentes rutas por Iowa y New Hampshire, donde se libran los primeros asaltos de las primarias demócratas, para activar a las bases texanas, cada vez más presentes en los cálculos de los estrategas.

“Lo que dice un mal presidente importa”, clama el precandidato, “dijo que habría una invasión de latinos cruzando la frontera y al cabo de un tiempo un hombre cometió un brutal atentado en El Paso”. “¡ ni siquiera sabe qué país somos!”, protesta. A los pocos minutos, un seguidor trumpista mezclado entre el público interrumpe a gritos el discurso para atacarle. Será el primero de varios intentos de boicoteo en el mitin. Unos días antes, en New Hampshire, le ha ocurrido algo similar.

“Es una muestra de que el candidato al que más temen es Joe Biden”, apunta Cristóbal Alex, asesor de campaña. Dos cosas llaman la atención del mitin si se le compara con el resto de aspirantes a la candidatura demócrata de 2020. Una, que su discurso parece el de un candidato ya proclamado, se vuelca en la necesidad de borrar para siempre la era Trump y pasa de puntillas sobre las particularidades de sus planes o sus diferencias con el resto de rivales. Otra, que ninguno de ellos parece despertar tanta ira de los republicanos.

El veterano político, de 76 años, llega de unas semanas difíciles. La investigación del impeachment a Trump le salpica, ya que el escándalo de las presiones del presidente a Ucrania, corazón de este caso, le tenían por objeto a él y a su hijo Hunter, que trabajó para una compañía gasista del país cuando aquel era vicepresidente. En los medios de comunicación no ha llegado a gozar de su momentum, eclipsado por el tirón de figuras como Bernie Sanders, Elizabeth Warren o Pete Buttigieg, pese a que los sondeos a escala nacional siguen obstinadamente a su favor.

Biden se destaca primero con el 28%, según el sondeo elaborado por Real Clear Politics, a casi 10 puntos de distancia de Sanders (18,8%) y 13 de Warren (15,2%). En las redes y los titulares, sin embargo, las estrellas de rock parecen otras. “Los que estamos en la campaña no nos sorprendemos, cuando ves el apoyo tan amplio y tan claro, en cada sitio, es lo que reflejan esos sondeos”, añade Alex.

La pugna entre Biden, Sanders y Warren, los tres ocupantes del podio demócrata de estas primarias, refleja una batalla ideológica de fondo. El primero representa la corriente centrista y moderada y los dos segundos se enmarcan en el giro a la izquierda del partido. Pero, si algo une a todos ellos, es la necesidad de ganarse el , fundamental en plazas como California, Texas y Nevada y, sobre todo, cada vez más activo.

En las elecciones legislativas de noviembre de 2018, que otorgaron a los demócratas la mayor victoria en más de 40 años, el número de votantes latinos se duplicó respecto a las de 2014, de los 6,8 a los 11,7 millones, según datos del Pew Research, el instituto de análisis sociológico de referencia en EE UU. Su tasa de participación subió 13 puntos porcentuales, del 27% al 40%, aunque sigue baja respecto a la de los blancos (57%), y para las presidenciales del próximo año se convertirán en la llamada «minoría” con mayor peso en las urnas.

En una encuesta del pasado septiembre sobre votantes latinos, realizada por Univision, Biden se situaba a la cabeza con el 22%, seguido del senador Sanders (20%), mientras que el único latino en la contienda, Julián Castro, se quedaba con el 12%. Las primarias demócratas están demostrando que no hace falta ser joven para seducir al voto joven, como prueba la fidelidad de los millennials a Sanders, de 78 años, y que el linaje hispano o el conocimiento del español no son el secreto del éxito con ese electorado.

En la apuesta latina del senador de Vermont pesa el apoyo de la joven estrella demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, congresista del Bronx. La campaña de Biden, como refleja su discurso en San Antonio, está prestando especial atención a la frontera y las tensiones raciales que la era Trump ha encendido. Es significativa de ello la reciente visita de la esposa del vicepresidente, Jill Biden, al campo de refugiados de Matamoros, en el Estado mexicano de Tamaulipas, para hablar con solicitantes de asilo.

A primeros de mes, el exvicepresidente presentó una reforma migratoria que, en líneas generales, supone dar marcha atrás a las medida más duras de la Administración republicana —como las nuevas restricciones para solicitar asilo o la obligación a esperar el resultado del proceso al otro lado de la frontera, entre otros—, establece un proceso para obtener la ciudadanía para los dreamers ( que llegaron de forma irregular siendo niños y han crecido en EE UU) y favorece que las ciudades puedan pedir más visados.

En el mitin de San Antonio Biden habló de la frontera, pero también de la sanidad y de los veteranos de guerra, alejado del tono revolucionario de los discursos de Sanders. Es lo que Rosie Hopkins, una informática de 55 años, quería oír. “Me gusta Biden porque es moderado y, para mí, la mejor opción para echar a Trump, además tiene el reconocimiento de haber sido vicepresidente de Obama”, afirmaba. El demócrata de Texas no es igual al de California.

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