Rubio, alto, ligeramente encorvado, ojo azul, simpático; un joven llega a trabajar conmigo en la Beauty Supply. Éramos apenas seis empleados. Me cuenta que no tiene papá y decide que, además de ser su patrón, me nombraba su padre putativo. No pude evitar encariñarme por su actitud positiva y simpática ante todas las actividades que le encargué.
Recibí un cargamento de tenis cafés que habían sido destinados para el ejército de Uganda y que finalmente fueron adquiridos por mí. Envié a Gabo a vender tenis y uniformamos a todos los que se dejaron con los largos tenis cafés, lo que se volvió una broma constante y una leyenda entre nosotros.
Un día, llega Gabriel con propaganda nazi y me cuenta que hay una célula nazi en la ciudad. Puesto que es rubio, piensan que es ario y que puede pertenecer al grupo nazi. Me dice que ya no me va a traer propaganda y le pido que me traiga toda la que pueda, así yo la destruyo y no llegará a envenenar la mente de los jóvenes que estaban uniéndose a esa organización en Tijuana.
Un día, estando yo sentado en mi escritorio detrás de un mostrador, llega el líder de los nazis con una gorra parecida a la que usaban las stoptrubb o las fuerzas de asalto de la SS nazis y pregunta por Gabo. En cuanto lo veo, le digo “no está y lárguese de aquí”. Me paro, camino hacia él y suavemente lo guío hacia la puerta de salida. Ya en la calle, me dice: “tú eres judío y yo hubiera hecho unas lindas lámparas con la piel de tu familia o los hubiera gaseado en los hornos de los campos de concentración si viviéramos en Alemania”. Desde el fondo de mi alma me salió el golpe soñado. Le pegué un puñetazo entre la nariz y la boca que lo tiró al suelo. Mientras se incorporaba, mis empleados acudieron a detenerme y les dije: “no sean tontos, deténganlo a él, no vaya a ser que se desquite”.
Cada noche, este personaje pasaba en una moto frente al negocio haciendo el saludo nazi, mismo que yo respondía con la consabida mentada de madre. Pasaron los años, el nazi desapareció, Gabriel se casó y se fue del grupo a estudiar pintura al CECUT y a Bellas Artes.
Pasados algunos años, me encontré desayunando en un pueblito cerca de Cabo San Lucas que se llama Todos Santos, y un conocido me saludó y me dijo: “Don Jose, aquí el rey de Todos Santos es su hijo Gabo. Tiene la galería en el Hotel California y dos galerías más, da clases de pintura a los niños y vende bien pinturas desde una galería de Nueva York”. Hago una cita con Gabriel y quedamos de vernos en el histórico Hotel California, del que hicieran larga fama el grupo de cantantes denominado “The Eagles”, que compusieron la famosa canción «Hotel California» ahí mismo.
El hotel se ve laberíntico, no hay nadie y de pronto escucho un grito que resuena estruendoso en las lóbregas paredes: ¡papaaaa! Contesto “shhhhhh”. Encuentro a Gabo de nuevo, alegre y sonriente, me muestra su exhibición de pinturas, me lleva a sus diversos talleres y dice: “yo pinto mal, pero cobro caro, jajaja”. Reencontramos la vieja amistad y hacemos un intercambio de una bodega de La Paz mía por una veintena de cuadros.
La amistad amable continúa y me presenta a su hijo Gabo Jr., que resulta un extraordinario pintor y que me adopta como abuelo. Le encargo un trabajo brutal: un kilómetro de pequeños cuadros para los diferentes clientes del negocio de telefonía que moraban en diversas partes del mundo. Hacemos un video de la hazaña y ambos Gabos, padre e hijo, se enfrascan en una hazaña colosal.
Gabo triunfa en Nueva York y eventualmente fallece, sin que ahí termine la preciosa relación que continúa activa con mi nieto Gabo Jr., el pintor de Todos Santos. Su herencia está en la amistad de los veinte cuadros que presumo a propios y extraños y en algunos pies que aún portan el glorioso tenis café de Uganda. La memoria de Gabriel Rodríguez dejó huella grande en mi vida.
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