Nació en México, en una pobreza tal que una de sus hermanas murió de bebé por deshidratación. Se preparó física y mentalmente durante años, intentó ingresar a Estados Unidos y fracasó. La historia del “Dr. Q”, un hombre que hoy abre cerebros en el mejor hospital del mundo y extirpa tumores con la pericia de quien sabe desactivar una bomba
Alfredo Quiñones Hinojosa —el protagonista de esta entrevista con Infobae— le dijo “sí” a Plan B Entertainment, la productora de Brad Pitt. Conocido en el mundo como Dr. Q., es mexicano y estaba harto de que las películas los mostraran siempre así: “Narcos, delincuentes”, parásitos con una inteligencia inferior a los que mejor frenar con un muro.
La suya es la historia de un inmigrante pobre e indocumentado que se entrenó física y mentalmente y un día tomó carrera y trepó a ese muro, y ahora que vive de abrir cerebros y extirpar tumores con la precisión con la que se desactiva una bomba es considerado una de las “mentes brillantes” del mundo. Otra historia que muestra que hay otras historias.
Dr Q. se sienta puntual frente a la cámara en su casa en Jacksonville, Florida. Está de traje, corbata roja, y sobre su escritorio no hay papeles sino cráneos. Es neurocirujano, es el director de neurocirugía de la Clínica Mayo —considerada la mejor del mundo— y es el protagonista de uno de los capítulos de una serie de Netflix y la —llamada Ases del bisturí (The surgeon’s cut). Es un hombre que cree que en las mentes fuertes, el mismo que pide un segundo, interrumpe la entrevista, y se levanta a ver por qué ladran Rocky y Apollo.
“Ahora regreso a mirarlo y me pregunto a mí mismo ‘¿cómo ha de ser posible que yo haya brincado este muro?’. En aquel entonces medía unos 7 u 8 metros de altura y arriba tenía esos alambres de púas. Estaban diseñados lógicamente para lastimar, para que quedaras atrapado. También para que la gente no se animara”, cuenta a Infobae. Se refiere al muro que separa México de Estados Unidos, el que decidió saltar —por primera vez— cuando tenía 19 años.
El pequeño Alfredo había nacido en un pueblito de Mexicali, muy cerca de la frontera con Estados Unidos. Su mamá era apenas más que una adolescente, y en su casa no había siquiera agua potable. “A una edad muy temprana mi hermanita falleció. De pobreza, de deshidratación, de diarrea”, cuenta. Maricela era bebé, y la falta de educación de sus padres impidió que se dieran cuenta a tiempo de lo que le estaba pasando.
Pero lo que no tenía en concreto el mayor de los cinco hermanos lo tenía en la mente: “Imaginaba que viajaba a las estrellas, que desaparecía o que volaba. Fíjate que siempre imaginaba que no existían las barreras”, señala y, aunque no esté hablando ni del muro ni de los tumores cerebrales, ya está hablando del muro y de los tumores cerebrales.
“Al mismo tiempo tenía unas pesadillas increíbles, en las que a pesar de todos estos poderes no podía salvar a mis padres, a mis hermanos, a mis abuelitos, de estas cosas que nos atacaban a los seres humanos. Creo que esa es la razón por la que sigo luchando por encontrar una cura contra el cáncer y sostengo una fundación junto con los cuatro o cinco neurocirujanos más famosos del mundo, para ayudar a la gente pobre que no tiene acceso a neurocirujanos como yo o como mis colegas”.
Tenía 14 años y ya estudiaba para ser maestro cuando empezó a entrenarse para saltar. “No era como el muro de Alemania, no tenía ladrillos. Yo miraba hacia el horizonte y me imaginaba qué vida le esperaba del otro lado a gente como nosotros: gente pobre, gente humilde. Porque no solo era una barrera física, era una barrera simbólica. Esa barrera nunca se me ha olvidado, son las barreras que también tengo hoy en mi trabajo como neurocirujano”.
Estaba a punto de cumplir 19 años cuando se despidió de su familia, fue a la frontera, tomó una cuadra de carrera, corrió, clavó los dedos en el enrejado, trepó por el alambre, esquivó el rollo de púas filosas y se tiró hacia el otro lado: Calexico, Estados Unidos.
“Pero me capturaron”, dice, y corta en seco el flujo de adrenalina. Desde entonces está acostumbrado a combatir obstáculos que parecen imposibles, como “un dragón —dice en la serie de Netflix mientras extirpa un tumor cerebral—: un dragón al que le cortás una cabeza y le salen dos”.
Tuvo suerte, porque lo mantuvieron solo un día detenido y lo mandaron de nuevo a México. Pero Alfredo volvió, estudió el paso de la patrulla de inmigración, cronometró el tiempo que tenía entre una ronda y otra, volvió a trepar, saltó, cayó del otro lado y corrió.
Así entró a Estados Unidos: sucio, pobre, indocumentado, solo.
“Tener miedo me ha ayudado mucho. Tuve miedo de brincar el muro en aquel entonces, miedo de fallar. Sigo teniendo miedo hoy cada vez que entro al quirófano, miedo de fallarle a mis pacientes, fíjate que los neurocirujanos caminamos por una línea muy finita entre la vida y la muerte. Pero he logrado que ese miedo no me paralice, sino que resulte en algo mucho más poderoso: en la capacidad de concentrarme para luchar contra las cosas adversas, las cosas que la gente dice que no podemos cambiar”.
Del otro lado
“Claro, hoy me miras aquí en mi oficina, con mi corbata, mis cráneos sobre el escritorio… pero sí hubo muchos días en los que me acostaba llorando porque dejé todo: a mi familia, a mis padres, a mis hermanos, a mis tíos, abuelos, amigos, todo, todo, todo. Por muchos años decidí no mirar hacia atrás. No me arrepiento de nada, pero sé que fueron muchos sacrificios para cambiar aquel destino. Aquellos que piensan que no hay un precio que se paga para poder triunfar están en lo incorrecto”.
Como trabajador agrícola temporal, su tarea era extirpar la maleza de los campos de algodón y recolectar tomates: de sol a sol —las manos en carne viva— por 3,5 dólares la hora.
“Trabajaba en el campo con mis manos, las mismas manos con las que ahora hago cirugía”, dice orgulloso, las muestra a cámara y hace el gesto de qué linda manito que tengo yo. “Estaba sucio, dormía en una casa rodante, era muy pobre, indocumentado. Lo más difícil de ser inmigrante es eso: ser invisible”.
Fue la respuesta que le dio su primo cuando Alfredo le contó que quería ir a la escuela a estudiar inglés lo que terminó eyectándolo. “¿De qué hablas?”, le contestó, y señaló el campo. “Este es tu futuro. Hemos venido aquí como braceros y tenemos suerte de tener trabajo”, contó el Dr. Q en la serie. “Yo sentí como si me enterraran una daga en el cerebro —dice ahora a Infobae, aunque hace el gesto de algo que se le clava en el corazón— y me la hicieran así”, retuerce.
El joven Alfredo se fue de ese campo a limpiar tanques de ferrocarril —“a limpiar aceite de pescado, que tenía un olor increíble a azufre, acuérdate de que ese olor se usa como símbolo del infierno”—, y empezó a estudiar inglés de noche en una escuela comunitaria. Fue soldador, mayordomo en la empresa de ferrocarriles y, una década después de haber saltado el muro, se convirtió en ciudadano legal gracias a una política inmigratoria de aquel entonces. Unos años después puso el primer pie en la Universidad de Berkeley, en California.
¿Cómo? Combinando becas, el trabajo en dos laboratorios, las clases que dictaba como maestro de química, física y matemáticas y préstamos que pidió al Gobierno. Lo mismo hizo cuando entró a la Facultad de Medicina de Harvard (fue ahí que se recibió de médico con honores), en la de San Francisco (donde estudió neurocirugía) y, cuando llegó a la prestigiosa Universidad John Hopkins, conocida ahora en el mundo por sus investigaciones sobre coronavirus.
En esta última se convirtió en profesor de Neurocirugía y Oncología, Neurología y director del Laboratorio de Células Madre tumorales cerebrales.
“Tú no puedes ser mexicano, eres demasiado inteligente”, recuerda que le dijo una docente: un refuerzo de la creencia de la inteligencia inferior que mejor frenar con un muro. Fue por ese comentario que Dr. Q pasó años intentando disimular su acento latino, algo que ya no hace. “Imagínate que yo abro cerebros de todo el mundo. Diferentes religiones, colores de piel, ideas. Y lo cierto es que todos los cerebros son similares. Todos tenemos esa capacidad increíble de hacer algo para cambiar el mundo”.
Recién en 2010, cuando ya era un neurocirujano y catedrático reconocido en el mundo, terminó de pagar “todas las deudas que había coleccionado”: los préstamos que había tomado para cubrir préstamos y terminar de pagar su educación en Estados Unidos, lo que hoy llama “una inversión en mí mismo”.
Terminó de pagar cuando estaba a punto de publicar su libro Dr. Q: La historia de cómo un jornalero migrante se convirtió en neurocirujano, y cuando ya se le había acercado Jeremy Kleiner —productor de 12 años de esclavitud, ganadora de tres premios Oscar— para hacer una película sobre su vida. Kleiner forma parte del equipo de Plan B, la productora de Brad Pitt. En 2015, poco tiempo después de que empezaran a trabajar en el guion, la revista Forbes lo eligió como “una de las mentes más brillantes de México en el mundo”.
En la serie de Netflix se lo ve mientras intenta desenredar un tumor en el cerebro de un paciente al que ya le había sacado uno del tamaño de un pomelo: el dragón, otra vez, al que le corta una cabeza y le salen dos. El paciente está despierto, el cráneo abierto, el cerebro expuesto: es como desconectar una mina terrestre —explica—. Desconectar el cable equivocado implica, entre otras cosas, que puede tener ahí mismo un infarto masivo y morir. Está despierto para comprobar, en vivo, si lo que Dr Q. toca le afecta el habla, la comprensión de una oración, si puede sacar la lengua, sonreír.
Quiñones lleva escritos ocho libros de neurocirugía y hay otros seis que están por salir, publicó más de 450 artículos revisados por pares y 100 capítulos de libros, pero lejos de ser distante —la idea de “eminencia médica”— se lo ve tocar al paciente, apoyarle la mano en el hombro, abrazar a las esposas: tan latino. Hoy, además, dirige la investigación financiada por la máxima autoridad estadounidense en salud (NIH) para curar el cáncer cerebral y una ONG llamada Mission: BRAIN, para pacientes de todo el mundo que no pueden pagar procedimientos neuroquirúrgicos avanzados.
“Mira, yo de niño creía mucho en superhéroes y ahora creo que mi superpoder no es lo que hago con mis manos, no es lo que hago con el cerebro, sino lo que hago con mi corazón para conectarme con los pacientes cuando los toco, cuando les digo ‘yo estoy ahí contigo’, te voy a cuidar como si fueras mi hermano, mi hermana, mi esposa, mi hijo, mi hija. Creo que al final del día no importan los premios, los libros, los logros: al final del día no hay nada más poderoso que darle al paciente esperanza”.