Fue una gran humanista: puso por norte el respeto de la dignidad de todas las personas. Y esa convicción no sólo fue ideológica, sino que se expresó en la forma en que se relacionó con el derecho. El derecho, en su mente y en sus manos, fue un instrumento de tutela de esa dignidad.
Ha muerto la ministra de la Corte Suprema de Estados Unidos Ruth Bader Ginsburg. Se ha apagado así, a sus 87 valientes años, la voz de una gran jurista y de un ícono de la lucha por los derechos, la dignidad y la igualdad de la mujer. No se diluirá, sin embargo, la fuerza de sus ideas y de su ejemplo.
RBG, así se la conoció en los últimos años, tuvo por destino -un destino que tomó por las riendas- el de ser siempre una gran humanista y una precursora. Una precursora en los estudios de derecho en Harvard y Columbia, en los años 50, cuando las mujeres eran una minoría mirada con recelo, como unas ovejas perdidas del destino prestablecido para su rebaño. Fue una precursora de la docencia en derecho en Rutgers y Columbia, camino que tomó con excelencia y pasión cuando, a pesar de ser la primera de su generación, no fue contratada por ningún estudio de abogados de Nueva York, tal como le había ocurrido a la primera mujer que ocupó un puesto en la Corte Suprema, la jueza Sandra D. O'Connor. Fue una litigante brillante, que liderando el Proyecto de Derechos de la Mujer de la American Civil Liberties Union (A.C.L.U.), diseñó una cuidada estrategia para ir logrando paso a paso una línea de precedentes -una tarea que ella asimilaba a la de ir tejiendo un sweater- para que se reconociera que la décimo cuarta enmienda de la Constitución, sobre igual protección de la ley, prohibía la discriminación basada en el género.
Ginsburg creía en la persuasión y, en aquellos días, su tarea fue educar a la Corte Suprema y al público en que leyes que discriminaran o generaran preferencias en base al género, eran arbitrarias e inconstitucionales y estaban lejos de ser, como se estimaba hasta esa fecha, una forma de protección de la mujer. Explicaba ella que lo que se pretendía que era un pedestal (la supuesta protección de la mujer relegándola a un estatus diferente), era en realidad una jaula.
Para desarticular los estereotipos de género que operan como sesgos en la decisión de los casos judiciales, su litigación estratégica llevó a que varios de sus clientes fueran hombres que desempeñaban labores de cuidado. Las sentencias que reconocieron que habían sido discriminados por su sexo, servirían después para declarar inconstitucional la discriminación contra las mujeres. Fue ella la que argumentó hace 50 años algo que parece tan obvio en nuestros días, como que las personas debieran ser juzgadas por sus méritos y no en base a “un inalterable rasgo de nacimiento”.
Lo que Thurgood Marshall logró en la defensa de las minorías raciales en Estados Unidos, fue lo que RBG construyó para la protección de los derechos de las mujeres: un cambio de rumbo sin vuelta de la sociedad norteamericana. Su fuerza la llevó a ser nominada por Clinton a la Corte Suprema de Estados Unidos a los 60 años.
Después de suscribir fallos de mayoría que siguieron moviendo el cerco del reconocimiento de los derechos de las mujeres, de minorías e inmigrantes, con el giro conservador de la Corte Suprema, RBG se transformó en una gran disidente. Una disidente valiente y firme, que al mismo tiempo expresaba sus ideas con prudente cautela y serenidad porque, a su juicio, la disidencia más efectiva era aquella que reflejaba las diferencias, sin poner en peligro la camaradería entre los jueces (lo que llamaríamos, la amistad cívica) ni el respeto y la confianza pública por la judicatura.
RBG actuaba con un sentido institucional y creía que los grandes cambios empezaban en la sociedad y se expresaban mejor en la labor del legislativo, pero abogaba por que los jueces entendieran el impacto de sus sentencias en la vida de las personas. Su aporte a la comprensión de la discriminación no sólo benefició a mujeres y minorías discriminadas, sino que también, como ella bien lo veía, liberó a los hombres de las limitaciones que imponen los estrechos mandatos de género.
Ruth Bader Ginsburg fue una gran humanista: puso por norte el respeto de la dignidad de todas las personas. Y esa convicción no sólo fue ideológica, sino que se expresó en la forma en que se relacionó con el derecho. El derecho, en su mente y en sus manos, fue un instrumento de tutela de esa dignidad. El derecho le permitió hilar sus razones y sus emociones, concatenada y firmemente, para cambiar la sociedad que la rodeaba, con paciencia y cordura, pero sin retroceder respecto de lo avanzado.
El derecho fue, en ella, un instrumento genuinamente cívico y democrático; una herramienta de diálogo y construcción de consensos, incluso con sus opuestos. De no ser posibles esos consensos, optó por la explicitación firme y razonada de sus disensos, en la confianza de que ellos serían tomados más adelante, como material de nuevos consensos, de la mano con la evolución social; evolución nacida precisamente desde el diálogo actual o de aquel entretejido por la historia.
No es casualidad que en sus últimos años se convirtiera en un ícono popular. Una mujer valiente, que lucha contra tanta adversidad, hasta ser capaz de cambiar el mundo -y no sólo el del derecho- desde su convicción, mezcla de porfía, sagacidad y sabiduría, es una verdadera mentora para las abogadas y, por qué no decirlo, para todos quienes nos dedicamos al derecho. Una mentora de alcance universal.