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¿POR QUÉ…el rendimiento de los atletas depende de la geografía?

Batir un récord mundial en cualquier disciplina olímpica es, sin duda, el resultado que todo deportista espera obtener, pero que difícilmente alcanza. Practicar por cuatro años ininterrumpidos durante 16 horas diarias es el sacrificio que debe hacer para conseguir tan preciado logro. Pero, para desgracia de algunos y fortuna de otros, romper una marca no sólo depende de las capacidades físicas del practicante; también intervienen factores externos que influyen en el rendimiento deportivo.

En los Juegos Olímpicos de 1968 se rompieron muchos récords en las pruebas de velocidad en pista y campo —de los 100 a los 400 metros planos—. Por ejemplo, Lee Evans impuso una nueva marca en los 400 metros, al completar la carrera en 43 segundos 86 centésimas, y Jim Hines recorrió 100 metros planos en 9 segundos 95 centésimas. Sin embargo, en las pruebas de resistencia, como el maratón y las carreras de media y larga distancia —de 800 a 10 mil metros—, las marcas fueron deficientes en comparación con años anteriores. ¿A qué se debió ese fenómeno? ¿Sería que los maratonistas echaron la flojera mientras que los corredores de 100 y 400 metros planos practicaron más?

La respuesta radica en que el rendimiento de un atleta depende, en gran parte, de distintos factores geográficos y climáticos:

 altitud: a mayor altitud —respecto al nivel del mar—, menor presión atmosférica y menor oxígeno en el aire. Cuando un atleta corre, el aire que aspira tiene menos oxígeno, lo que le ocasiona hipoxia.1 Entonces, la reacción natural es respirar más rápido, lo que provoca hiperventilación en los pulmones y aumento de los latidos del corazón, y, como consecuencia, cansancio y menor resistencia. Sin embargo, esto puede ser benéfico para los maratonistas que entrenan en esas condiciones: la sangre crea más glóbulos rojos, aumenta su capacidad pulmonar2 y, por tanto, su resistencia, esencial en esta disciplina, se incrementa. Por ello, los maratonistas kenianos tienen como norma entrenar en lugares que se encuentren a 2 mil metros de altura. Precisamente por este principio y por la altura, el maratón de la ciudad de México es el más difícil. En cambio, para los corredores de distancias cortas, la mayor altitud es buena desde el principio, porque lo que cuenta aquí es la velocidad y, a menor presión atmosférica, mayor celeridad, pues la oposición del ambiente disminuye. Un ejemplo claro está en el golf: si vive en la ciudad de México y juega a nivel del mar, seguramente tendrá que pegarle a la bola con un bastón menor.3 para lograr el mismo número de yardas que normalmente obtendría.

humedad: estar o no a nivel del mar también influye, pues, entre más altitud, menor es la humedad del ambiente; así, el cuerpo pierde agua tanto por el esfuerzo físico como por la intensa respiración y corre el riesgo de deshidratarse. En cambio, un atleta que se encuentra a nivel del mar no pierde tanta agua: el ambiente se lo impide.

temperatura: las temperaturas bajas favorecen el esfuerzo constante —como el que implica el maratón—, mientras que las altas ayudan a las actividades de fuerza y velocidad, pues la flexibilidad de los músculos puede mejorar hasta 20 por ciento.

: el ozono y otros gases provocan que la respiración de un atleta sea más rápida y continua, lo que definitivamente afecta, en mayor medida, a los atletas de fondo.

Así que ya sabe, si entre las cosas que «tiene que hacer» en la vida está romper un récord olímpico, no olvide tomar en cuenta las características del espacio geográfico en el que se encuentra.

¿Por qué… se dice que los humanos son los únicos primates que lloran?

LA RESPUESTA A ESTA PREGUNTA TIENE QUE VER CON LO QUE ENTENDEMOS POR LLORAR. SI DETERMINAMOS QUE ES LA ACCIÓN DE DERRAMAR LÁGRIMAS DEBIDO A UNA EMOCIÓN, ENTONCES PODEMOS DECIR QUE, ENTRE TODOS LOS PRIMATES, LOS SERES HUMANOS SON LOS ÚNICOS QUE LLORAN. PERO SI DEFINIMOS EL LLANTO COMO UNA EXPRESIÓN VOCAL, GESTUAL O CORPORAL QUE SURGE ANTE LAS DIFICULTADES O UNA CARGA EMOCIONAL MUY FUERTE, ENTONCES ES POSIBLE ENCONTRARLO EN CASI TODOS LOS PRIMATES.

 

Hay dos maneras de llorar:

  • como una expresión emocional que puede o no involucrar los sentimientos —como tristeza, angustia o dolor—
  • como una forma de comunicación —por ejemplo, cuando los infantes intentan decir que tienen hambre, que necesitan consuelo o sólo quieren establecer contacto social—

 

En términos de expresión emocional, en el llanto intervienen muchos rasgos de angustia —gritos, sollozos, muecas, espasmos, estremecimientos—, de tristeza —posturas corporales, como los hombros caídos— o de dolor.

 

El llanto es una expresión emocional que ha sido utilizada para describir las emisiones orales de muchos primates, entre ellas el aullar de los monos ardilla, los quejidos y gritos de los chimpancés y las vocalizaciones de las crías de simios en la etapa en que dejan de ser alimentados por sus madres o cuando son separados de ellas —ya sea temporalmente, porque la pierden de vista o permanentemente, si muere.

 

Hay quienes afirman que todos los mamíferos tienen sentimientos, porque las emociones son el producto de un funcionamiento del cerebro profundo que tiene una larga historia de evolución. Pero algunos autores reservan las emociones exclusivamente para los seres humanos y no emplean este concepto en los demás primates. En vez de describir como llanto algunas vocalizaciones de estos últimos, los científicos prefieren usar nombres específicos para ciertas condiciones. Por ejemplo, un primate joven que no está en contacto con su madre produce una «llamada de separación».

 

Otros científicos, incluso, niegan que el resto de los primates tenga sentimientos y manifiestan que, en caso de que los tuvieran, sería sumamente difícil discernir si son parecidos a los nuestros. Por eso muchos hombres de ciencia se abstienen de usar el término llanto cuando no se refieren a los humanos y prefieren decir que se trata de vocalizaciones de angustia o describir las propiedades acústicas del sonido.

 

En suma, si definimos llanto como sollozos llorosos, efectivamente, podemos decir que es exclusivo de los humanos.

¿Por qué los cristianos ponen arbolito en Navidad?

El origen de los omnipresentes y centelleantes árboles de Navidad se remonta a una costumbre que ya se practicaba en el norte de Europa mucho antes del nacimiento de Cristo. Con la intención de propiciar el retoño de las plantas y la victoria de la luz sobre las tinieblas, los antiguos germanos usaban ramas verdes en los ritos tradicionales y adornaban árboles de pino —o de cualquier otra hoja perenne— con objetos brillantes y velas encendidas, alrededor de los cuales la gente terminaba cantando y bailando. Esta cultura consideraba que el mundo, al igual que todos los astros, pendían de la rama de un árbol gigantesco —el divino Yggdrasil—, al que rendía culto cada año durante el solsticio de invierno, que era cuando se gestaba la renovación de la vida.

Según la leyenda, el obispo y mártir inglés San Bonifacio (680–754) llegó como misionero evangelizador a lo que hoy es Alemania y, para demostrar la superioridad de su fe, cortó de raíz un encino sagrado en la ciudad de Geismar, donde los habitantes acostumbraban depositar sus ofrendas y hacer sacrificios cada año. Los nativos, indignados por tal atrevimiento, quisieron lincharlo, pero San Bonifacio no sólo logró calmarlos con su elocuencia, sino que los convenció de la llegada del hijo de Dios para salvar a los fieles y de que era necesario desterrar a otras deidades. La turba lo ayudó a plantar un pino en el mismo lugar donde estaba el encino sagrado y, a partir de entonces, se adornó el árbol cada año, como símbolo del nacimiento del Mesías.

El árbol de Navidad comenzó a difundirse fuera de Alemania en el siglo xviii y, curiosamente, fue llevado a América del Norte antes que a Escandinavia o Francia.

En Inglaterra se popularizó —con todo y que los textos de Charles Dickens lo desdeñaban— gracias al príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria. Alberto, que era originario de Alemania, quiso tener un recuerdo de su tierra y, por ello, en 1840 ordenó instalar un enorme árbol de Navidad en el castillo de Windsor. El ejemplo fue adoptado rápidamente por el pueblo británico y de ahí se difundió a lo largo del Imperio.

A , el árbol navideño llegó durante el brevísimo reinado de Maximiliano de Habsburgo (1864-1867). Cuando éste fue fusilado, se desprestigiaron las costumbres fomentadas por el emperador y su corte, así que el pueblo dejó de decorar árboles en Navidad hasta que, en 1878, Miguel Negrete —rival de Porfirio Díaz— adornó un enorme árbol de forma tan espectacular, que le valió mención en varios diarios de la época. La población adoptó paulatinamente este uso —sobre todo en las zonas urbanas—, que alcanzó su auge a partir de los años 50, cuando la mercadotecnia estadounidense influyó a las grandes masas por medio del cine y la televisión.

Actualmente en casi todas las ciudades del país —en plazas públicas y en los centros comerciales— se colocan árboles navideños que parecen competir en tamaño y espectacularidad. Dos de los más célebres son el de la Macroplaza de Monterrey y el que se sitúa en la esquina de Liverpool Insurgentes, en la ciudad de México, que, por cierto, fue el primero que se montó con esas características.

 

La isla de Lanzarote

Quizá alguien la soñó, cuando desde el fondo del mar una erupción volcánica dio lugar a uno de los archipiélagos más privilegiados del planeta. Se trata de Lanzarote, una de las siete islas Canarias,  la más cercana al continente europeo, que está a sólo 140 kilómetros de la costa noroccidental de África.

Estarás en Lanzarote y estarás en otro planeta. Llegarás en avión desde Madrid, o en barco desde la Gran Canaria, que es la capital de la provincia, para bajar en una isla de arena negra que tiene una temperatura media anual de 20°C, y que estará llena de lugares completamente inverosímiles. En un solo día podrás recorrer sus 80 kilómetros de punta a punta y no dejar de sorprenderte. Primero pararás en la capital, Arrecife, una playa de arena negra y agua intensamente azul, con hoteles y bares de lujo, donde te podrás echar un gin and tonic con ginebra canaria; luego podrás hacer un recorrido por áreas de casas desperdigadas que parecen de cuento —blanquísimas y verdetejadas—, para llegar al parque de Timanfaya y subirte a un dromedario, ver cómo funcionan los géisers y cómo se puede cocinar carne y pollo en una parrilla puesta directamente sobre un cráter.

De regreso pasarás por un viñedo donde probarás el delicioso vino de Malvasía con denominación de origen, mientras degustarás salchichón y queso de cabra oriundo con un buen pan, para después pasar por los Jameos —unas grutas subterráneas de agua azulísima—, la Cueva de los Verdes

y el jardín de cactus más grande del mundo, obra del artífice César Manrique (1919-1992), pintor, escultor, arquitecto y artista que soñó y logró esa armonía inusitada entre el arte y la naturaleza. Al final del día comerás papas arrugáas y mojito canario en el restaurante de un observatorio desde donde podrás divisar la graciosa isleta de la Graciosa y la costa de Marruecos.

Al día siguiente, esta isla de sólo 845 kilómetros cuadrados —nombre procedente del marino genovés Lanceloto Malocello, quien la visitó en el siglo xiv— te deparará otras sorpresas antes de continuar el camino hacia las otras seis islas del archipiélago, cada una diferente, única y original.

Caleidoscopio: cámara de simetrías

Con el fin de escribir este artículo fui en búsqueda de mi fuente de inspiración: un . Los recuerdos de infancia me llevaron al mercado más cercano, justo a esas estrafalarias tiendas en las que, increíblemente, uno encuentra de todo: juguetes, ropa, «topers», artículos de hojalata y demás curiosidades. Con desilusión descubrí muy pronto que a mi alrededor no estaban esos enigmáticos tubitos de cartón recubiertos con un papel de llamativos colores metálicos, guardianes de la magia de la simetría. La señora que atendía el puesto me contó que su demanda era tan baja, que dejaron de ponerlos a la venta. «se me quedaban todos», dijo, pero entusiasmada prometió conseguirme uno —y otro para ella, reconoció.

Además de imagen bella y conjunto diverso y cambiante, como caleidoscopio designamos a ese sencillo tubito en cuyo interior se produce una serie de imágenes cautivadoras para quien se asome por la mirilla ubicada en uno de sus extremos. Tuvo su origen en los laboratorios de investigación científica, no entre los magos y actos de divertimento, como podría pensar, querido lector. Derivó, particularmente, de estudios aplicados a la óptica que practicó el científico escocés de la Universidad de Edimburgo David Brewster (1781-1868), especialista en los fenómenos de la luz[1] y continuador de los estudios de Charles Wheatstone (1802-1875) sobre la visión binocular, las ilusiones ópticas y la forma de percibir las imágenes.

En una de sus investigaciones se le ocurrió colocar dentro de un cilindro dos espejos inclinados en cierto ángulo, junto con unos cristales de colores sueltos entre ambos espejos, de forma que, al girar el cilindro, vio que el reflejo de los cristales en los espejos generaba imágenes espectaculares que se renovaban una y otra vez. Como los espejos colocados dentro del cilindro se abrían y cerraban con bisagras, lograba formas simétricas en su interior, siempre cambiantes en tamaño y color.

La fascinación que este efecto le provocó hizo que solicitara una patente para su invento en 1817. La euforia entre la población de Londres y París no se hizo esperar, y se desató una verdadera fiebre por estos caleidoscopios o pequeñas fábricas portátiles de imágenes cautivadoras. Las copias, desde luego, surgieron como hongos, ante lo cual Brewster, sin resignación, se quejó amargamente de no haber obtenido las ganancias que él consideraba justas.

Ello tal vez lo motivó a crear una versión de su propio aparato, que seguía funcionando con el mismo principio, aunque ahora el usuario podía ajustar el ángulo de los espejos. Desde entonces se han añadido algunas variantes más a los caleidoscopios, sin modificar con ellas su mecanismo original y, por lo tanto, su encanto, sino sólo sofisticándolo.

A pesar de los años que han pasado desde su invención, los caleidoscopios siguen siendo bienes de entretenimiento disponibles en el mercado —aunque ya no sea tan fácil como antes encontrarlos—, lo que confirma la pervivencia de su extraño, aunque no efímero, encanto.

Isabela Salomón es diseñadora industrial egresada de la Máxima Casa de Estudios y, como tal, asegura que el caleidoscopio es más un descubrimiento que un invento, pues lo más bello de este planeta se encuentra ya en él, tan sólo en espera de ser contactado por el ojo humano.

 

[1] «insertar nota al pie» 1 v. Algarabía 30, especial de invierno, diciembre 2006-enero 2007, ¡EUREKA!: «Algunas cuestiones sobre la luz»; pp. 15-18.

«Este es un puente y se pasa por arriba», Segunda parte

La semana pasada, presentamos la primera parte de este artículo acerca de algunos puentes ubicados en el Bajío mexicano y algunas divertidas anécdotas que existen alrededor de ellos. He aquí la parte final.

Puente de los Lagos: retomemos la historia con la que abrimos este artículo. En 1911, en la villa de Santa María de los Lagos, una inundación provocó que uno de los arcos del puente se cayera, así que fue necesario realizar reparaciones. Otra vez los pobladores tuvieron que esperar para poder cruzar. Al final de las obras de reconstrucción iniciadas durante el gobierno de Venustiano Carranza, en 1917, fue redactado un documento en el que, además de hablar sobre los trabajos realizados, se puntualizaban recomendaciones para mantenerlo en buen estado. He aquí un fragmento:

Se debe evitar que la gente ociosa destruya las mamposterías de los parapetos o aplanados de los muros de contención, pues siendo suave la cantera es fácilmente atacable con simples clavos y aun con piedras duras. También debe evitarse que pinten letreros o los graben, pues esto origina que se desmorone la cantera al tratar de borrarlos. No debe permitirse a la gente que se bañe cerca del zampeado de piedra suelta, porque remueven la arena y le restan apoyo a las piedras que pueden ser arrastradas fácilmente por las crecientes.

Total que la gente de los Lagos necesitaba muchas recomendaciones para usar su puente correctamente. Con razón preferían no hacerlo.

Puente del Campanero: los puentes no sólo unen islas con ciudades, márgenes de un río o una localidad con otra, sino también casas y habitaciones. Tal es el caso del Puente del Campanero, en la ciudad de Guanajuato, que tuvo que ser construido, en 1844, luego de que una reestructuración urbana ocasionara que la antigua entrada al Café Santo —del que se dice es el único al que se accede por la parte de arriba de la acera de enfrente— y las casas de la calle Tecolote quedaran a un nivel demasiado alto del suelo.

Puente Cortazar: si de anécdotas hablamos, no podemos dejar de mencionar una muy buena. El 26 de agosto de 1922, el general Álvaro Obregón, entonces presidente de la República, acudió al pueblo de Cortazar, Guanajuato, para inaugurar un puente que entonces era ejemplo de progreso en . Durante la ceremonia de inauguración, la joya de la ingeniería mexicana —uno de los primeros puentes colgantes construido con vigas y cables metálicos del país— sufrió una inclinación por el lado oriente cuando las garruchas que sostenían los cables se torcieron, ocasionando que éstos cayeran sobre los travesaños de las torres. El «Manco de Celaya» supuso que se trataba de un atentado en su contra y empezó a gritar: «¡Traición, traición!».

Puente del Llanito: ubicado en Dolores Hidalgo, Guanajuato. Este modesto puentecito tiene una fuerte significación histórica: el cura Miguel Hidalgo pasaba por él para dar misa los domingos en el pueblo del Llanito y allí lo esperaban sus habitantes para escoltarlo. Se cuenta que por este camino pasaron también los mensajeros que Josefa Ortiz de Domínguez mandó para que advirtieran a los insurrectos de San Miguel el Grande y Dolores que la conjura independentista había sido descubierta.

En fin, con estas historias, graciosas y nostálgicas, los puentes seguirán siendo lugar de diálogo y encuentro, portadores de mensajes y mensajes en sí mismos. De uno y otro lado, siempre habrá algo qué llevar y qué traer, porque los caminos nunca están acabados y el hombre nunca deja de comunicarse.

 

Vida extraterrestre

¿Qué piensa la ciencia respecto a los hombrecillos verdes en Marte? ¿estamos solos en realidad?
Hasta ahora, sólo se puede especular e intentar descubrir si en alguna parte se dan las condiciones necesarias para la vida tal y como la conocemos. El agua es considerada el principal indicador, pues este elemento es imprescindible para la química de la vida.

Entre nuestros vecinos se sigue considerando a Marte como el favorito en lo que se refiere a la búsqueda de vida, ya que aquel planeta no solamente es el vecino de la Tierra, sino que en varios aspectos se le asemeja mucho. Da una vuelta sobre sí mismo en 24 horas y 37 minutos, por lo que un día marciano apenas es un poco más largo que un día terrestre. Un año en Marte corresponde a 1.88 años de la Tierra. Puesto que el eje de Marte, como el de la Tierra, no es exactamente perpendicular al plano de su movimiento alrededor del Sol, también hay estaciones. Con respecto a la Tierra, su diámetro tiene la mitad, su masa es una décima parte, y la fuerza de la gravedad equivale a un tercio.

Después de un viaje de seis meses, el 13 de noviembre de 1971 una sonda terrestre, la Mariner 9, entró por primera vez en la órbita de Marte para investigarlo; fotografió toda su superficie y nos mostró que era polvoriento y yermo. Cinco años después, un transbordador de la sonda Viking 1, logró posarse en la superficie del llamado «planeta rojo».

El cuadro obtenido fue el siguiente: las temperaturas exteriores variaban unos 50º C entre el día y la noche. En invierno, el termómetro caía hasta -118º C y durante el verano subía hasta alcanzar los -14º C. Ahora bien, el aspecto rojizo de su atmósfera se debe a masas de polvo de tonos rosados y cobrizos, gama debida a la baja humedad del aire, que evita que el cielo sea azul.

Puesto que una de las metas de la sonda era la búsqueda de vida, se realizaron varios experimentos, algunos de los cuales pretendían probar el metabolismo de hipotéticos organismos en el suelo de Marte, pero los resultados fueron negativos.

Desde entonces no se había intentado probar otra vez la existencia de vida en Marte hasta hace unos años, cuando, el 2 de junio de 2003, fue lanzada la sonda europea Mars Express, que transportaba el explorador Beagle 2. Desde el 24 de diciembre que entró en la órbita del planeta rojo, la Mars Express ha confirmado erosión por agua en la superficie del planeta, ha detectado polvo en la atmósfera y ha recogido imágenes de auténticos glaciares. Elementos que, se cree, ayudarán a esclarecer en qué momento la Tierra y Marte comenzaron caminos evolutivos diferentes y si alguna vez Marte albergó vida.

Además de Marte, se ha localizado un segundo lugar en el que podrían existir primitivas formas de vida: las nubes ácidas de Venus. Esto es muy sorprendente, pues Venus tiene unas temperaturas de casi 500º C en la superficie y una presión 90 veces superior a la de la Tierra, lo que lo hace extremadamente inhóspito.

Pero a 50 kilómetros de altura parece que no se está tan mal. La temperatura reinante es de unos 70º C y la presión de una atmósfera terrestre. Aunque las nubes de Venus son muy ácidas, la concentración de agua allí es muy alta, y eso es lo importante. Por lo tanto, los científicos abogan hoy por una nueva misión a Venus.

¿Qué onda con los cuatro humores?

Durante la Antigüedad —y hasta el Renacimiento—, el hombre se consideraba un microcosmos que contenía en sí todos los atributos del Universo, y como tal, el hombre estaba compuesto de los cuatro elementos: fuego, tierra, agua y aire.

El hombre creía que cuando comía se nutría de estos elementos esenciales, los cuales eran procesados por el hígado y se convertían en cuatro sustancias líquidas: los humores. Humor es una palabra que proviene del latín y que significa ‘líquido, humedad’ —específicamente la que surge de la tierra, que en latín es humus.
Para el buen funcionamiento del cuerpo era necesario que existiera un balance entre los humores. De la relación entre éstos y el «calor vital» dependía el temperamento: un «buen temperamento» hablaba de un adecuado equilibrio entre los humores, mientras que si uno de ellos excedía a los otros tres se producía una enfermedad o, bien, un desequilibrio espiritual que se reflejaba directamente en el estado de ánimo, que era, propiamente, el temperamento de una persona.

Así, si alguien poseía demasiada bilis amarilla o cólera, que se producía en el hígado, daba lugar a un temperamento colérico; es decir, iracundo, de alguien que enoja y se prende a la primera, como el fuego. Del bazo provenía la melancolía o bilis negra —en griego melanos, mélanos, ‘negro’, y χolh, kholé, ‘bilis’—, de ahí que al dominado por este humor negro se le llamara melankholikós, —o sea, melancólico— y se caracterizara por la tristeza, el pesimismo, la indecisión y hasta la locura.

El humor flemático se producía por demasiado moco o humedad que provenía de los pulmones, y se asociaba con la indiferencia y la pereza; por esta razón, quienes actúan fríamente o se alteran poco se les llama «flemáticos». El temperamento sanguíneo se produce por un exceso de sangre en el cuerpo; el exceso de este humor producía un temperamento hiperactivo e impulsivo. Se creía que extrayendo esta sangre impura del cuerpo se podían curar ciertas enfermedades, así que era común practicar sangrías, que muchas veces ocasionaban que el afectado se debilitara más y muriera.

Si la mezcla de los cuatro humores estaba equilibrada se decía que la persona estaba de buen humor, y de mal humor, si estaban desequilibrados. Resulta curioso cómo esta creencia tan arcaica permanece en nuestras expresiones cotidianas e, incluso, en algunos estudios sobre la personalidad. Y usted, ¿de qué humor anda hoy?

De dónde viene: Palabras revolucionarias

Cada 20 de noviembre, en recordamos que en 1910 dio inicio ese episodio de nuestra historia al que llamamos Revolución Mexicana. De esa época han quedado palabras y expresiones que, cuando las oímos, nos trasladan a aquellos tiempos de confusión, muerte y esperanza, como las siguientes:
carrancear. En México, carrancear es robar. El verbo se acuñó por los sentimientos de muchos mexicanos hacia Venustiano Carranza y sus soldados, que llegaban a los pueblos y sin miramiento despojaban de sus pertenencias a sus habitantes. También había la idea generalizada de que, desde su posición de poder, cuando la tuvieron, Carranza y los suyos aprovecharon para llenarse los bolsillos. No por nada, el ingenio popular los hizo pasar de constitucionalistas a «con-sus-uñas-listas».

Hecho la mocha. Para decir que algo o alguien se mueve a gran velocidad, en México decimos que aquello va hecho la cochinilla o que va hecho la raya o si no que va hecho la madre. En el catálogo de estas pintorescas expresiones, también está ir hecho la mocha, frase que según se cuenta nació en el argot de los ferrocarrileros.
Para acomodar los vagones en los patios, en un principio se usaban las mismas pesadas locomotoras que arrastraban a los trenes, ya se imaginarán lo lenta y complicada que era esta tarea. Para agilizar estos movimientos, se diseñaron locomotoras especiales más ligeras, más cortas y sobre todo, más veloces. Cuando los ferrocarrileros las vieron, les pareció que estaban recortadas y por eso la llamaron «las mochas», de ahí quedó que decir hecho la mocha tomara el significado de moverse con rapidez. En tiempos de la revolución, la expresión ir hecho la mocha viajó en los ferrocarriles y se instaló en todos los rincones de nuestro país.

revolución. Esta palabra, derivada del latín revolutio, cuyo sentido implícito es «volver otra vez», en origen se usó en el argot de la astronomía para referirse al ciclo de un astro que, tarde o temprano, volvía al sitio de partida. Todavía, el concepto de ciclo regular se conserva cuando hablamos, por ejemplo, de las revoluciones de un motor. Con el tiempo, tomó también el sentido de movimiento caótico y se aplicó principalmente a los conflictos sociales.

sepa la bola. Ya desde el siglo XIX, y quizá desde antes, la bola nombra a un grupo de gente desorganizada en el que reina la confusión. La palabra alcanzó especial relevancia en la época revolucionaria, cuando el pueblo sabiamente la usó para referirse a ese movimiento armado que no tenía pies ni cabeza. Irse a la bola era integrarse al conflicto, participar en las batallas, pero también en los saqueos y en las injusticias, de las que, cuando alguien pedía explicaciones, todos se zafaban diciendo… sepa la bola.

sufragio. «Sufragio efectivo, no reelección» fue la consigna con la que Francisco I. Madero encabezó el movimiento que marcó el fin del porfiriato. Irónicamente, fue la misma bandera con la que Porfirio Díaz inició su dictadura cuando se opuso a los deseos reeleccionistas de Benito Juárez. No es ninguna novedad decir que un sufragio es un , lo que sí es poco conocido es que esta palabra se formó de las voces latinas sub, que significa ‘mediante', y fragium, del verbo frangere, ‘romper', palabras emparentadas con frágil y fragmento. La razón de esto es que una de las formas de votar entre los romanos era el uso de fragmentos de vasijas rotas; de modo que emitir un sufragio podría traducirse en México como: «votar con tepalcates».

¿Qué onda con…la catalepsia?

Una mañana cualquiera, usted despierta y se da cuenta de que no puede moverse. Intenta volverse a dormir, pero se encuentra en la más inapelable de las vigilias. Pasan las horas y su corazón sigue sin alterarse pese al pánico que lo invade; no puede pedir ayuda y, por más que intenta realizar cualquier movimiento, sigue estático. Su piel poco a poco palidece, a duras penas puede respirar, pierde el control de sus esfínteres. No está muerto pero, siendo realistas, cualquiera pensaría lo contrario. Todo acabó. Su madre entra en la habitación y rompe en llanto. Y pronto, borlas de algodón rellenan su boca, pegamento une sus labios y párpados; maquillaje, un traje negro —el más elegante del clóset— y limón en el pelo lo engalanan para su última presentación, tal como en el cuento de Poe «El entierro prematuro».

La catalepsia es un estado caracterizado por la rigidez de las extremidades, que puede mantenerlas en diferentes posiciones durante un tiempo considerable —en ocasiones por meses—, sin importar lo incómodas o antinaturales que sean. Esta reacción nerviosa ha sido considerada como un estado de inhibición, pues, en efecto, consiste en la parálisis de la actividad del córtex —lo que ocasiona pérdida total o parcial de la conciencia— y, simultáneamente, de la actividad motriz espontánea, de tal modo que el sujeto no responde a los estímulos, su pulso y respiración se vuelven lentos y, a consecuencia de ello, su piel se pone pálida.

No existe un patrón que ayude a definir los factores que originan la catalepsia, pero se ha observado que los pacientes que sufren trastornos como la epilepsia y la enfermedad de Parkinson son más propensos a presentarla. También lo son los pacientes con histeria y esquizofrenia que se encuentran bajo un tratamiento con antipsicóticos como el haloperidol.

Este trastorno es una de las causas por las que hoy en día los funerales duran hasta 72 horas; además, en las zonas urbanas es indispensable que un médico confirme la defunción, por lo que nuestra ficción difícilmente podrá convertirse algún día en realidad.

Aunque existen muchos casos documentados acerca del tema, la mayoría proviene de fuentes de dudosa calidad. Se dice que en la Guerra de Vietnam se dieron muchos casos de catalepsia en los que los soldados fueron enterrados vivos. Hay también hechos desmitificados, como el caso del actor mexicano Joaquín Pardavé, de quien se decía que, al desenterrarlo para sacar de su bolsillo un papel importante, fue encontrado boca abajo y el interior de su ataúd arañado.

Por último, un dato que, de ser cierto, resulta escalofriante: en una entrevista publicada en su página web, Natán Soláns —actor y diseñador de efectos especiales argentino— expone que el capataz del cementerio de La Recoleta le confesó que a veces los muertos «despiertan» en el crematorio y piden a gritos que los saquen. «¿Con qué frecuencia?» —preguntó Soláns—, «Cinco o seis veces al mes, y no hay nada qué hacer, porque el fuego del crematorio tardaría varios minutos en apagarse» —ésa fue su lapidaria respuesta.